13 de diciembre de 2007

El viajero a ninguna parte ......



Hay libros que sobrecogen, que se le clavan a uno en esos lugares umbríos del alma a los que pocas veces llega luz alguna. No son muchos los libros que producen esta sensación de dolor blando y dulce, tampoco digo que las sensaciones que provoca en uno puedan ser las mismas que en otras personas, bien es sabido que los libros que nos hacen estremecer son aquéllos que nos leen a nosotros, y no a otros, que nos descifran, que hacen saltar ciertos resortes dormidos de nuestro interior. Se trata de esos libros que nos hacen conocernos un poco mejor a nosotros mismos, a descubrir nuestra identidad más allá, o más adentro, de todas esas capas finas de polvo con que la vida nos va envolviendo.


Algo así siento yo al leer El esnobismo de las golondrinas, de Mauricio Wiesenthal.

Es un libro de viajes, de sensaciones, de ciudades que están vivas, aunque la mayoría en el recuerdo del autor, porque la contemporaneidad siempre acaba pisoteando las flores antiguas. Es a la vez un libro de memorias, de su juventud, de sus recuerdos, que lo son de una Europa que empezaba ya a apagar sus luces, de un mundo de ayer que hoy yace en ruinas bajo nuevos edificios de acero, hormigón y cristal. Es inevitable la nostalgia de un mundo, aquél, que nunca conocimos ni llegaremos a conocer jamás, cuyo resplandor alcanzó a vislumbrar Wiesenthal en sus últimos valses.

Simplemente: cambiar de hotel, de camarote, de comidas, de clima, de café, de amigos; huir incluso de la patria, del fisco y de la familia. No se trata tanto de viajar, como de irse. Ser libre es saber huir de los que intentan cazarnos. Se hace difícil mantener la atención en la lectura cuando cada frase le sacude a uno como un calambrazo. Intento encajar una de estas sacudidas cuando en la línea siguiente otra sentencia aún más directa y letal me deja sonado, perdido, desorientado.

La gente que hoy vive acobardada por el miedo a envejecer desaparecerá sin haber tenido tiempo de recordar, que es como vivir sin haber vivido, como regresar sin haber viajado […] Lo más bello del destino es lo desconocido y la gente que sabe adónde quiere ir no llega muy lejos. Entonces levanto la vista del libro, suspiro, dolido por la lanzada en el pecho, mientras la memoria vuela como las golondrinas por bosques exuberantes del pasado, y miro a través del cristal de la ventana, como un pájaro atrapado que sabe que no podrá escapar. Al otro lado, tres pisos más abajo, la gente de la calle va y viene, cada cual con su vida a cuestas. A menudo me pregunto cuántos de ellos serán felices. Sospecho que ninguno. Desde mi atalaya escruto sus rostros, tratando de descubrir, sin éxito, qué es lo que les hace levantarse de la cama cada día, qué mueve sus vidas.

La gente interesante se mueve porque huye de los lugares comunes, igual que los sabios escapan de los tópicos y de las inseguridades. Vivir intensamente es encontrar cada día una nueva inseguridad.

Hace tiempo que anhelo volver al camino. La vida, si no es cambio, movimiento, rodar, incertidumbre, se me hace cuesta arriba. Las aguas, si no corren, se estancan y se corrompen, y terminan ahogándole a uno. Un buen amigo, el mejor, me previno hace años, cuando paseábamos por el bulevar una madrugada fría de San Silvestre, de los peligros del aburrimiento y los actos que pueden derivar de los estados de apatía. En ocasiones, de un día para otro, uno se despierta distinto y descubre que algún pilar que sustentaba su vida se ha esfumado. De repente, aquello que nos era fundamental se ha transformado en veleidad y se ve uno andando por la calle un poco cojitranco, más preocupado por cómo volver a rellenar el vacío que se le ha quedado que por la propia pérdida.

Quizás el viaje es también una forma de desorden, que es el estado más perfecto para crear. Porque estoy convencido de que la vida es una lucha continua entre el orden y el desorden, un viaje de ida y vuelta, hasta que nos sorprende la muerte: esa hora final en que no podemos superar el caos con la creación. Supongo que a uno no le queda más remedio que morirse cuando ha perdido todos los objetivos, cuando no es capaz de ver más allá de su horizonte. No es mi caso, aunque últimamente intente disimular una leve cojera. Será por culpa de la monotonía, del estancamiento, de las decepciones, de la soledad, que a veces pueden ser enfermizos. Tal vez uno viaje para huir de su propia vida y darse esquinazo a sí mismo.

Viajando, uno aprende a marcharse, a despedirse, a decir adiós.


Texto: Francisco Javier Redondo Jordán (el viajero de ninguna parte).
Foto: Francisco Javier Redondo Jordán (el viajero de ninguna parte).

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