31 de mayo de 2008

Limpieza de móvil

Quién te lo iba a decir hace unos años, atrincherado como estabas contra cualquier artilugio que desafiara tu engreída ineptitud tecnológica. Durante mucho tiempo, fuiste un furibundo detractor del teléfono móvil: nada te exasperaba más, mientras viajabas en tren, que escuchar la cháchara pueril o prolija de un pasajero aferrado a su cacharrito; nada te contrariaba más que comprobar cómo la conversación que mantenías con un amigo quedaba desbaratada después de que hubiese recibido una llamada intempestiva. Llegaste a hacer de la execración del teléfono móvil un estandarte de tu desprecio por la modernidad; y también un emblema de orgullosa libertad, pues afirmabas –y no te faltaba razón– que el cacharrito de marras había sido inventado para encadenar a sus usuarios, amargándoles la existencia con mil servidumbres engorrosas que antes de su invención podían soslayar fácilmente.

Pero un día te viste con un teléfono móvil en las manos y descubriste en él una utilidad en la que hasta entonces no habías reparado, un desahogo a tu incontenible pulsión grafómana. Aquel cacharrito te permitía escribir mensajes que lanzabas a troche y moche, como el náufrago lanza botellas al mar. Llegaste a desarrollar una endiablada habilidad dactilar que te permitía escribir mensajes a oscuras, que te permitía escribir mensajes mientras caminabas por la calle o –suprema descortesía– mantenías una conversación con un amigo; y así, casi sin darte cuenta, incurriste en el mismo vicio que antes criticabas. Pero la tentación de mandar mensajes era más fuerte que tus prevenciones contra el cacharrito; y, además, era un estímulo para tu vocación, pues inevitablemente te esforzabas porque la redacción de tus mensajes fuese literaria. Y, cuando se trataba de cortejar a la destinataria de tus efusiones, introducías siempre un ramalazo de furtiva poesía, una elipsis o metáfora que tal vez pasara inadvertida a la destinataria, pero que al menos te permitía evitar el piropo rutinario. Y, a la vez que mandabas mensajes como un descosido, los recibías: algunos eran anodinos u obtusos, pero también los había agudos y significativos; o, dicho menos hipócritamente, también los había que decían aquello que tú querías leer, aquello que bastaba para iluminarte el día con una luz no usada. Y que, releídos otro día cualquiera, servían para volver a encender aquella luz; así que, en lugar de borrarlos, los ibas guardando en la bandeja de entrada de tu teléfono móvil, como las muchachas de antaño guardaban flores prensadas entre las páginas del libro que estaban leyendo.

Pero un día esos mensajes que un día accedieron a tu entusiasmo o alimentaron tus ilusiones se convirtieron en una plétora que la memoria de tu móvil no se bastaba a contener. Y entonces no te quedó otro remedio que hacer una criba o limpieza, borrando aquellos que ya para entonces te podían resultar embarazosos, porque te traían a la memoria una llama de la que sólo quedaba el testimonio yerto de la ceniza. Pero, extrañamente, descubriste que, al tratar de removerla, la ceniza se convertía en rescoldo, y el rescoldo en pavesa, y esa pavesa acababa prendiendo en alguna recóndita cámara del corazón que creías prevenida contra incendios; y descubriste también que la lectura de cada uno de aquellos mensajes que creías muy alejados del hombre que ahora eres actuaba como una levadura del recuerdo y resucitaba a aquellos hombres que habrías preferido mantener enterrados, resucitaba sus sentimientos exultantes o atolondrados, los episodios fervorosos que vivieron, el tumulto de pasiones que enardecieron sus días. Pero el tumulto y el fervor, el atolondramiento y la exultación de antaño, convocados por la memoria, se fundían en una amalgama de indistinto dolor.

Y pensaste que, para protegerte contra esa avalancha de dolor que se te venía encima, disfrazada de insidiosa melancolía, te bastaría con eliminar de golpe todos aquellos mensajes. Y pulsaste el botón de tu cacharrito que te permitía hacerlo; y, mientras el cacharrito obedecía tu orden, susurraste la despedida del replicante de Blade Runner: «Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia». Pero íntimamente sabías que no hay lluvia que disuelva las lágrimas, íntimamente sabías que esos momentos –como los hombres que los padecieron o disfrutaron– te seguirían acompañando siempre, su fuego no declinaría jamás. «No hay mensajes», anuncia sarcásticamente el cacharrito, una vez completada la limpieza; ahora todos están en tu memoria, arañándote por dentro.

Animales de compañía, por Juan Manuel de Prada


Pensat i escrit per en Jaume Timoner.

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