3 de agosto de 2008

El psicólogo de la Mútua.

Lo bueno –divertido, al menos– de vivir, como vivimos, en pleno disparate, es que el esperpento resulta inagotable, y cada día hay nuevas sorpresas. Unas sorpresas que, por frecuentes, terminan formando parte del paisaje, y al final acabamos todos aceptándolas como la cosa más natural del mundo. Así, al final, los únicos que terminan pareciendo marcianos despistados en la tomatina de San Apapucio del Canto, o de donde sea, son los que no tragan. Los que se extrañan o se descojonan del invento. Y a ésos se les mira con recelo, claro. De qué van estos listos, oiga. A ver qué se creen. Los marginales.

La última me la acaban de endiñar por teléfono. Ring, ring, buenos días, señor Pérez. Le habla Olga. ¿Es usted el titular, señor Pérez?... Ya saben. Una de esas listas de clientes que algún hijo de puta de Telefónica vendió hace tiempo al mejor postor, y a causa de la cual, periódicamente, me llaman para darme la murga con ofertas tentadoras como la que nos ocupa. Hoy es un fastuoso seguro de vida, señor Pérez. Para que su familia no pase agobios si usted fallece, etcétera. El non plus ultra del asunto, señor Pérez. Lo incluye todo, fíjese. Incluso, y ahí está nuestra innovación revolucionaria, señor Pérez, un psicólogo o psicóloga. Al llegar a ese punto, a lo del psicólogo o psicóloga, al señor Pérez se le escapa, algo malintencionada tal vez, la inevitable pregunta: ¿Psicólogo para qué, oiga? No capto la relación. Y es entonces cuando llega la deliciosa respuesta: «Para ayudar a la familia a sobrellevar el trance».

Y, bueno. La verdad es que de psicólogos no ando mal provisto. Sin ir más lejos, una de mis cuñadas –lectora fiel, por cierto, de esta página– es profesora de Psicología en la universidad de Alicante, y de eso sabe algo. Si enviudo, por ejemplo, siempre puedo llamarla para que me consuele, si se deja. Y si enviuda mi legítima, imagino la terapia: «Te libraste de ese pelmazo, etcétera». Como ven, lo tengo más o menos controlado. Aun así, de no ser porque llego muy justo a fin de mes, les juro que me habría apuntado al seguro que me proponía la tal Olga, sólo por el gustazo de imaginarme de cuerpo presente, entre cuatro cirios y con mis deudos y deudas enlutados y enlutadas llorando alrededor y alrededora –mediterráneo como soy, siempre soñé con un velatorio clásico, a la siciliana–, diciendo qué bueno era y siempre se van los mejores, ya saben, lo que se dice en esos casos; y mi viuda y mis vástagos y vástagas alrededor del féretro con su orfandad recién estrenada, espantándome las moscas; y yo allí, tieso como la mojama, con mi traje de los domingos, mi camisa blanca, mi corbata y mi insignia de académico en la solapa, que sólo me faltan dos puros en el bolsillo y una entrada de los toros para parecer camino de la Maestranza, en feria de abril, a ver torear a Curro Romero. Y en eso, justo cuando el cura empieza a dar hisopazos y largarme el gorigori, suena el timbre de la puerta, ding-dong, y alguien dice hola, buenas. Soy el psicólogo o psicóloga del seguro de vida y vengo a hacerme cargo del asunto. Ya saben ustedes. La terapia.

Claro que también puede ser al revés. Que quien palme sea mi legítima, y estemos allí todos llorando a lágrima viva y yo mesándome el cepillo del pelo que me queda, tirado como un perro en la alcoba o en el suelo del tanatorio, que tanto da. Y en ésas, mis niños y niñas, acompañados de vecinos y vecinas y parientes y parientas, entran y me dicen: «Papi, que está aquí el psicólogo del seguro». Y yo, destrozado por el dolor, exclamo: «Al fin, al fin», mientras me levanto como puedo, dejo a la muerta y, tambaleante, voy a caer en los brazos del psicólogo –o de la psicóloga– y le confío espontáneamente, como a un hermano o hermana putativo o putativa, mi soledad, y mi viudez, y mi angustia vital; y luego reúno a mis pobres cachorrillos y cachorrillas y todos juntos, abrazados y con lágrimas en los ojos, nos agrupamos con el psicólogo o psicóloga como ovejitas y ovejitos obedientes en torno al pastor, igual que si acabáramos de bajarnos de un cayuco subsahariano o de una patera magrebí, mientras el antedicho o la antedicha nos aconseja sabiamente sobre cómo encajar el trauma, señor Pérez, y de paso nos comunica cuánta pasta trincaremos por el óbito reciente. Que eso ayuda mucho. Y cuando, utilizando su hábil psicología –adviertan el inteligente juego de palabras–, acaba de convencernos, y mis criaturas, aliviadas al fin, gritan gozosas: «¡Mamá está en el cielo, pero la vida sigue, yupi, yupi, yupi, a la bim, bom, ba!», yo miro al psicólogo o psicóloga a los ojos o a las ojas y le digo: «Verdaderamente, sin el seguro de vida de la Sepulvedana Acme, nunca habría podido sobreponerme a todo esto».

Patente de corso.
Arturo Pérez Reverte




Pensat i escrit per en Jaume Timoner.

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