31 de enero de 2010

Las letrinas de internet.

Periódicamente, me tropiezo con amigos que, un tanto mohínos o desencantados, me reprochan que no los haya agregado a mi página de Facebook; y con perplejidad les contesto que difícilmente podría agregarlos, no teniendo página en Facebook ni malditas ganas de tenerla nunca. También recibo de vez en cuando llamadas de amigos que me advierten que hay varios perturbados y resentidos que, usurpando mi identidad, han abierto chiringuito en Facebook, desde el que aprovechándose de la credulidad de mis seguidores más despistados, profieren todo tipo de indecencias y bestialidades, que ponen en mi boca. Con este artículo quisiera advertir a mis lectores que no me hallo en Facebook ni en ninguna otra red social de Internet, que no tengo proyectado sumarme a ninguna y que, fuera de mis colaboraciones en prensa, cualquier otro texto o declaración que encuentran en Internet atribuidos a mí son falsos y, en general, dictados por un odio más o menos risueño o energúmeno.


Siempre me ha llamado la atención la ingente cantidad de pasiones putrescentes que se desaguan en Internet. Algunos amigos que mantienen blog me confiesan que con frecuencia se ven tentados a abandonarlo, ante la avalancha de comentarios ofensivos o desquiciados que un puñado de sórdidos trolls dejan a sus entradas; comentarios que, a su vez, actúan disuasoriamente sobre los usuarios bienintencionados de su blog, a quienes repele participar en semejante pandemónium. Yo mismo, cuando consulto las ediciones electrónicas de los periódicos, me quedo estupefacto ante la retahíla de obscenidades, improperios y calumnias que, en mogollón informe y bilioso, se suceden a las noticias. Y me pregunto si los responsables de tales ediciones electrónicas serán conscientes del daño que tal acumulación de cochambre hace a la credibilidad y prestigio de sus respectivos medios; y, si lo son, por qué permiten su entrada y sedimentación. Algún director de un medio digital especialmente infestado por estos gargajos del odio me ha llegado a confesar –no sé si hipócritamente– que no hay manera de contener la avalancha de inmundicia... salvo que se impida la participación de los usuarios, que es tanto como renunciar a las potencialidades de Internet.

Y es que, en efecto, lo más llamativo y amedrentador del fenómeno es su pujanza, su incoercible pujanza. La pasión putrescente del odio, avivada por el anonimato, ha alcanzado en Internet un ímpetu de marea que todo lo anega... y no hay dique jurídico que trate de detenerla. Y como, entretanto, se han empezado a disponer diques jurídicos contra otros fenómenos infinitamente menos lesivos que florecen en Internet, como la descarga de canciones y películas (que, en puridad, es un servicio de intercambio gratuito que los usuarios entablan sin ánimo de lucro), uno se pregunta si en el mantenimiento de Internet como desaguadero de odios no habrá alguien que salga beneficiado. En un número anterior de esta revista el profesor Santiago Niño Becerra anunciaba que, en un futuro próximo, los gobiernos legalizarían la venta de la marihuana, para «que la gente no sea agresiva y esté tranquila y relajada»; esto es, para que no se revuelva contra los artífices de su miseria, en estos tiempos de vacas flacas y horizonte laboral cada vez más angosto. Y me pregunto si las letrinas de Internet donde se desagua el odio no estarán siendo la marihuana que aparta la agresividad de la gente de los artífices de su miseria, para dirigirla contra quienes la denunciamos.

Pero la pasión putrescente del odio, como cualquier otra droga, genera adicción. Y la descarga compulsiva del odio, disipado el alivio momentáneo que produce, alimenta una mayor reserva de odio, que como el pus de las heridas mal curadas acaba infectando el organismo entero. Nada más sencillo que desviar ese odio hacia quienes ninguna culpa tienen en su génesis; hacia quienes, por ocupar un lugar de relevancia en una sociedad cada vez más arrasada por el resentimiento, o por defender las posturas más enojosas y contrarias al pensamiento establecido, nos hemos convertido en diana de bofetadas. Y como propinar bofetadas en la calle aún acarrea ciertos riesgos (aunque pronto dejará de acarrearlos, si se propinan a quienes previamente han sido señalados como réprobos por el Régimen), se propinan desde las letrinas de Internet.

Uno ya se ha resignado a que se las propinen; pero aún se rebela cuando sabe que se las propinan a quienes todavía me respetan y crédulamente acuden a Facebook o a cualquier otra red social, esperando encontrarme. Sirva este artículo para advertirles que allí nunca me encontrarán.

Juan Manuel de Prada

Pensat i escrit per en Jaume Timoner.

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