4 de abril de 2010

LOS PANFLETOS LIBERALES DE RODRÍGUEZ BRAUN

Mi dilecto y platense amigo y maestro Carlos Rodríguez Braun acaba de publicar una pequeña guía de proclamas liberales titulada precisamente Panfletos liberales que se me antoja imprescindible para aquellos que consideren que el liberalismo es la máxima crema de la libertad. Absténganse totalitarios, como digo en su prólogo que aquí traigo, porque van a pasar una mala tarde.

Absténganse nostálgicos del colectivismo o defensores de la vieja idea de los derechos colectivos, no individuales. El libro es un alegato contra aquellos actores sociales que no tienen reparo en admitir dictaduras si éstas son de izquierdas y contra aquellos intelectuales, poetas, escritores que le han dado plácet ideológico a auténticos procesos represivos y liberticidas.

Sartre o Neruda sentaban cátedra no pocas veces a favor de feroces criminales y nadie osaba a abrir la boca. Si lo hacías y recordabas que ambos carcamales han sido valedores de la ideología que más víctimas mortales arrastra desde la creación del mundo –el estalinismo–, eras calificado y despreciado de forma inmediata. Al igual que ellos, que Grass, que García Márquez, que Saramago, excelentes creadores por otra parte, muchos líderes artísticos han disculpado inexplicablemente crímenes abyectos en función de vetustas ideologías que, como poco, sólo han conseguido arruinar las sociedades en las que se han aplicado. El capitalismo, en esas esferas, es juzgado por sus resultados; el socialismo, en cambio, sólo por sus objetivos.

Estos panfletos de Braun argumentan una gran verdad: libertad y democracia son un buen negocio. Allá donde la libertad individual ha sido respetada, la iniciativa del ser humano ha hecho progresar a la sociedad, la ha enriquecido y ha dotado de instrumentos imprescindibles a aquellos que tienen la sana intención de liderar el futuro. Países supuestamente ricos, llenos de recursos naturales –el doctor Rodríguez Braun podría citar fácilmente uno– han recaído constantemente en la melancolía del marasmo, del estancamiento, por culpa de políticas paternalistas e intervencionistas. Países sin un maldito campo de cereales han salido adelante, en cambio, gracias a la libertad, a la paz y, especialmente, a la seguridad jurídica, la que consagra la propiedad privada, esa que garantiza la tranquilidad de que lo que te has ganado tú honradamente no va a venir ningún iluminado a quitártelo.

No se trata, como pueden imaginar, de suprimir el Estado, o la idea que de tal se tiene desde mediados del siglo pasado: el liberalismo sostiene que un Estado debe redistribuir la riqueza en forma de igualdad de oportunidades, además de acudir en socorro de quien verdaderamente esté marginado de los territorios de bienestar; sin embargo, el liberalismo de Rodríguez Braun es aquel que le dice al Estado que no haga él las cosas que podemos hacer los demás, que no se meta en nuestras vidas más allá de las leyes elementales de convivencia y que permita que los emprendedores puedan crear riqueza para todos sin tener que pedir perdón por ello.

Desgraciadamente, es sabido que cuando engorda un Estado, adelgazan los individuos. Y al revés.

No quieran interpretar este libro según el viejo baremo de las izquierdas y las derechas. Ambas existen, o existían con mucha más claridad, desde tiempo atrás, pero se desdibujan ante el terremoto de cambios a los que predispone, por ejemplo, el avance tecnológico, la nueva sociedad de la información y la globalización mundial de la economía, otro de los caballos de batalla del pensamiento único. La línea divisoria, el eje que divide la política de nuestro tiempo, es la que separa una concepción de la sociedad con más libertad o con menos libertad. Lo demás es cosa de libros antiguos, de manuales de historia.

Si se asoman a su interior, encontrarán un texto rico en ideas, provocador, incorrecto políticamente. Dejen de un lado prejuicios decimonónicos y monsergas largamente aprendidas y dadas por válidas por ese tipo de pensadores que siempre tienen aspecto de estar enfadados. Dejen de lado dogmas antiguos y soflamas fáciles. El desarrollo de sus diversos capítulos no les dejará indiferentes.

Este licenciado, seguidor impenitente del doctor Rodríguez Braun –aunque él sea de River y a mí me guste Boca–, les aconseja calma, curiosidad y espíritu de alerta permanente. Tras cualquier frase supuestamente inofensiva puede esconderse el furioso león revolucionario de la verdad, esa que no sé si nos hará libres, pero que sí nos dejará la conciencia mucho más tranquila.



Carlos Herrera

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