14 de marzo de 2011

El ecologista ecologizado

Hace tiempo hablé aquí de mi amigo neoyorkino Daniel Sherr, que aparte ser un magnífico intérprete profesional que habla todas las lenguas de Babel, es judío, alérgico, vegetariano y una de las mejores personas que conozco. Su única pega es ser uno de esos ecologistas pelmazos que, según los días, llegan a romperte los huevos. Por la calle dirige miradas furiosas no ya a los fumadores, sino a quienes sospecha puedan serlo; y cuando viaja mete en la maleta cuanta botella se cruza en su camino, para reciclarlas al regreso, pues no se fía del personal de los hoteles. Carga con bolsas con arroz hervido, como los vietcong, y fruta para consumo propio; y se niega a pasar los plátanos por el control de viajeros en los aeropuertos porque, afirma, los detectores los contaminan con sus rayos radioactivos y malignos. Imagínense el cuadro, e imagínenme caminando lo más lejos posible de él, poniendo cara de que a ese tipo estrafalario al que cachean los guardias, o se llevan aparte para interrogarlo en privado, ni lo conozco ni lo he visto en mi puta vida.

Ése es mi amigo Dani, al que quiero muchísimo. Por eso vivo informado de sus peripecias. La última es tan deliciosa que no me resisto a contarla. Más que nada porque, aunque parece delirante, es un augurio siniestro de lo que nos espera en España. De lo que traerá, de forma irremediable, tanta peligrosa combinación de mansedumbre ciudadana y prepotente imbecilidad oficial. El caso, absolutamente real, es ejemplo de hasta qué punto esos Estados Unidos que para nuestra babeante Europa son referencia ideal de lo socialmente correcto, nos llevarán al absoluto disparate. De hasta dónde puede llegar la descarada injerencia estatal en lo más íntimo de nuestras palabras, nuestras casas y nuestras vidas.

Dani tiene un piso en Nueva York, en un edificio de seis plantas donde viven unos cuarenta inquilinos. Fiel a sus principios ecologistas, llevaba años dando la murga para que la comunidad de vecinos aceptase una auditoría energética, a fin de evitar derroche, contaminación y cosas así. El trámite, le dijeron, pasaba por una visita previa del administrador de la finca. Se presentó éste en casa de Dani, y dijo que lo de la auditoría energética estaba divino de la muerte y era una propuesta interesante a más no poder. Que estaba entusiasmado con la idea hasta el punto de aplaudir, plas, plas, plas. Pero antes había un requisito: comprobar que el apartamento del reclamante se ajustaba a las ordenanzas de Nueva York sobre viviendas libres de toda sospecha. Luego señaló con dedo acusador los libros, periódicos y documentos profesionales que mi amigo tenía en su casa por todas partes. Según la disposición cuarenta y siete barra ochenta, indicó, o una de ésas, los libros apilados en el suelo podían obstaculizar el paso de los bomberos en caso de incendio. Sin contar con el peligro de tener tanto papel -material inflamable- en un edificio de apartamentos. Y mientras Dani, boquiabierto, intentaba deglutir aquello, el otro se asomó a la cocina y dijo literalmente: ajá, qué es lo que veo, tres granos de arroz integral sueltos sobre una mesa. Eso puede atraer cucarachas, e incumple la disposición sanitaria treinta y cuatro barra seis. O algo así. Dani, que viajaba a España dos días más tarde, dijo que sí a todo, acojonado, creyendo que poner tierra de por medio bastaría para que se olvidara el asunto. Pero al regreso encontró una carta preguntándole si había «abordado» lo de subsanar las deficiencias señaladas. Respondió que sí -abordar, pensó con lógica, no significa eliminar ni resolver- y consultó mientras tanto con un abogado la manera de que se olvidaran de él, de la auditoría energética y de la madre que lo parió. Pero el asesor legal dijo que verdes las había segado. Que, según las ordenanzas neoyorkinas, podía ser denunciado por violar los códigos de vivienda, de incendios y de salud. El consejo era que tragara.

El siguiente paso de Dani, que a esas alturas ya era presa del pánico y renegaba hasta de las energías alternativas, fue tirar cuantos papeles pudo, y esconder otros. Tuvo a una señora de la limpieza tres días en casa, buscando hasta el último grano de arroz escondido. Al cabo, el administrador regresó con sonrisa de zorro entrando en gallinero. Mucho mejor, dijo. Casi al noventa y nueve por ciento. Aunque lo ideal según las ordenanzas municipales, añadió con recochineo, es que no queden a la vista papeles en absoluto. En todo caso, no debe haber ni un solo papel ni libro en el suelo, ni tampoco sobresalir de las mesas ni estantes. Los bomberos, ya sabe. La normativa y todo eso. Haré otra inspección en tres meses; y por supuesto, espero que sea la última. En cuanto a lo de la auditoría energética que usted reclamaba para el edificio, desde luego, no hay ningún problema. Aquí somos tan ecológicos como el que más. ¿No le parece? Así que cuando quiera me llama, oiga. Y discutimos el asunto.


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