En general, nuestras vidas no son muy apasionantes, al menos las de quienes podemos permitirnos el lujo de conversar sobre el vivir, lo cual, dadas las circunstancias, puede ser un privilegio.
Ello no impide que toda vida, incluso la nuestra, sea valiosa, insustituible, irremplazable, única. Es interesante que no lo olvidemos, ni nosotros, ni los demás. El listado de lo que nos ocurre o de lo que hacemos no suele ser en general deslumbrante por su grandeza y si lo es quizá sea por la respuesta a algún problema decisivo.
Hegel señala que “el verdadero ser del hombre es su obrar”, que es también su querer, pero de ahí no se deduce que con ello se agote cuanto sentimos, soñamos, esperamos y deseamos. En eso también consiste pensar, como bien nos recuerda Descartes, que insiste en que es más y algo otro que una lucubración o actividad mental.
Junto a los ambiciosos y nobles planteamientos, algunos de ellos de enorme alcance, se desarrollan vidas cotidianas que en ocasiones no son para tanto. Pero no debemos precipitarnos a deducir de ello demasiado.
No se trata de desconsiderarnos o de descalificarnos por eso, pero conviene reconocer lo enormemente convencionales que en general son nuestras, convulsas o no, difíciles o no, vidas diarias. No se extrañaría Píndaro, para quien lo dicho confirmaría que somos efímeros, literalmente, seres de un día, de a diario. Habla así de nuestra finitud, de nuestra condición mortal.
Hay una cierta desproporción entre el vuelo de nuestras declaraciones y desafíos y nuestras actividades diarias. No es un juicio de valor sobre las vidas ajenas, es una llamada a la complicidad de un cierto reconocimiento mutuo sobre lo que realmente vivimos.
Efectivamente, ello supone algún privilegio, pero no deja de ser complejo convivir con nuestra propia existencia, más plana y menos ampulosa que muchos de nuestros juicios.
Asumir la trivialidad de nuestros días no es resignarse a ella. Pero sobre todo el permanente vaivén de noticias, valoraciones, análisis y declaraciones, parecen llenar, no siempre con el mejor de los aires, nuestros días y nos arrancan con su aliento de las tesituras cotidianas. Corremos el riesgo de vernos permanentemente sobresaltados por las incidencias y por las peripecias, no sólo personales, sean o no de importancia, sino de otros.
Así podría permitirnos hablar, comentar, posicionarnos y, en todo caso, ocuparnos con lo sucedido, no tanto de ello. Incluso resultaría supuestamente más interesante, o al menos más llevadero, nuestro propio vivir cotidiano.
Las noticias y los sucesos, al margen de su trascendencia intrínseca, juegan un papel rellenando nuestros desiertos cotidianos. Tenemos así un ámbito que compartir con otros, algo de qué hablar, algo por qué incomodarnos, inquietarnos o tal vez emocionarnos.
En general, como Hegel nos recuerda, lo notorio, por venir a ser conocido, precisamente por ello, no es reconocido. Corremos el riesgo de vivir a diario entretenidos con lo que no nos ocurre, simplemente con lo que pasa.
Eso ya sería de nuevo un privilegio, en caso de poder permitírnoslo y, sobre todo, podríamos hacer de ello un valor si somos capaces realmente de sabernos implicados y solidarios con las vidas ajenas. No simplemente distraídos.
El interés que ciertos asuntos nos despiertan se parece bastante al regalo que significa la posibilidad de hablar de ello. Sobre todo si es de otros. Y por lo visto no es indispensable que sea bien. Y además es de justicia distinguir cuándo corresponde hacerlo, o no.
En definitiva, sentirse en el lugar en el que aún cabe la palabra, decir algo, puede resultarnos insuficiente, pero eso es ya un don que da plenitud a la existencia diaria, cuando las necesidades elementales están, si no satisfechas, sí al menos atendidas. Es un privilegio y una tarea.
Es una labor que habría de conducirnos al concluir el día, como Séneca nos desea, a afirmar “hoy he vivido”. Sin embargo, las necesidades podrían conducirnos a exclamar “¡hoy he tratado de sobreponerme a mi propia situación!”. Pero esa plenitud, no es sólo la de satisfacer ese tipo de necesidades.
Por eso buscamos otros atractivos, otros alicientes, otras informaciones y, ojalá, otro tipo de personas. No siempre resulta gratificante horadar en la propia vida. De hacerlo, correríamos el riesgo de limitarnos a coincidir con nosotros mismos-
El atrevimiento al que el pensamiento nos convoca tiene el aire de hacer de cada día un día ilustrado, que no es simplemente la ampulosa, y necesaria, transformación del género humano, sino el de la curiosidad, que Foucault califica como la posibilidad de que lleguemos a ser otros, de que pensemos de otra manera de como pensamos.
La vida diaria, tan llena de rutinas y de hábitos, de olvido de nuestras propias insuficiencias y deficiencias no siempre es la búsqueda de su superación. En cierto sentido y a su modo, ya nos avisa Cioran, un poco estrepitosamente, como suele, que “la lucidez es incompatible con la respiración”.
Así que queremos saber sobre lo que nuestra vida supone, pero no siempre. Por eso la tarea difícil es la de dar intensidad y sentido a la propia vida cotidiana.
Imágenes: De Francine Van Hove; Balcón, pintura de Joaquín Ureña; y de Ernest Descals)
Ángel Gabilondo
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