No faltan quienes se preocupan si comprueban que están de acuerdo con alguien. Sospechan del otro y si hace falta de ellos mismos. También es cierto que según el caso puede ser más inquietante. Pero algunos consideran que es imposible coincidir. Hay en la coincidencia algo de casual, pero a veces llamamos casual a lo que simplemente es improbable. Puede ser accidental, aunque no necesariamente, pero eso no le resta ni importancia ni alcance. Es más, podría obedecer a una decisión y ello no es menor. A una decisión con todas sus consecuencias. La causa no sería entonces simplemente casual. Malos tiempos para armonías. Es cuando suelen ser más imprescindibles.
Podría incluso ocurrir que existiera una armonía de los contrarios, cosa que no extrañaría mucho a Heráclito, lo que no impediría que esos mismos contrarios se resistieran a armonizar, pero precisamente en esa resistencia consistiría también la fuerza que produciría semejante armonía. Mayor incluso que su voluntad de resistirse. Pero dado que no es imprescindible estar de acuerdo ni siquiera con Heráclito, ni con la lectura hegeliana de la tensión entre el arco y la lira que el griego reclama, habremos de atender qué se nos ofrece cuando hablamos de armonía.
Que algo sea casual como coincidente no significa que no ocurra a la vez, a la par, al mismo tiempo. Así sucede en lo que llamamos accidental. No hemos de olvidar que un acorde precisamente se sostiene en un conjunto de sonidos que proceden de forma simultánea. No se trata, por tanto, de que dejen de sonar para que todo resulte, sino de que sintonicen para que el acorde se produzca de modo agradable. No es que hayan de desistir de su ser o de su sonido, ni de precipitar una cadencia en la que reposar. Hay equilibrio, no claudicación, entre las partes y, no hemos de olvidarlo, ello requiere tener en consideración al conjunto. El acuerdo no es una huída.
No es cuestión de estar de acuerdo sin más con algo ya sucedido, o con lo que podría llegar a ocurrir en un futuro. La armonía requiere otra exigencia. Podemos tratar de anticipar el porvenir precisamente mediante un acuerdo, que siempre es una acción e intervención, no un mero dejar o dejarse. Es la armonía del propio acuerdo la que establece un tiempo común.
Quizá, y con razón, reivindicamos la fuerza, las fuerzas, de la pasión, de las pasiones, personales, sociales, políticas, que tanto nos impulsan y movilizan, que tanto nos mueven. Y merecen consideración. Frente a su desestima, sería suficiente con detenerse en una lectura atenta de Descartes para ratificar lo que sentimos y vamos sabiendo. Para ello nos ayudan textos suyos menos atendidos. Uno inicial, El Compendio de Música y uno prácticamente final, Las pasiones del alma. La pasión se ofrece como un principio de articulación que evita la escisión entre lo que se ha llamado cuerpo y espíritu. No es cuestión de desestimarla; en sí misma no es un desvarío. Las pasiones serían lo más espiritual del cuerpo, lo más corporal del espíritu. No se trata de eludirlas sino de armonizarlas. Descartes llega a decir que hay que matematizarlas y buscar esa fórmula armónica, hasta que nuestra vida resuene como una melodía musical. Tal vez no estamos para tanto, pero ese “exceso” tiene su atractivo. No deja de ser interesante que así se exprese quien ha insistido en que la diversidad, tanto en los sonidos como en las peripecias, produce placer. Y más aún, alguien para quien la sabiduría provoca la dicha y el gozo de vivir. Armonizar no implica falta de pasión.
Los acuerdos no son fruto de un desapasionado desinterés, ni han de basarse en una asepsia de los motivos y de las emociones. Han de brotar con necesidad para armonizar, lo que no deja de ser para convivir. Salvo que el problema sea de tanto alcance como para que acabemos teniendo que reconocer que en un mismo espacio pertenecemos a tiempos distintos, no siendo contemporáneos ni siquiera de aquellos con quienes nos encontramos. Podría suceder. Entonces también estaríamos conminados a tratar de trastornar intempestivamente la situación y, en tal caso, a procurar siquiera, si no la coincidencia, sí al menos la concurrencia de lograr el máximo acuerdo posible.
Estas dificultades para coincidir y concordar con los otros no siempre son muy superiores a las que hallamos para armonizarnos, esto es, para encontrarnos con nosotros mismos y procurar que nuestras pasiones, con aires de dicha o de aniquilación, que de todo hay, nos ofrezcan la posibilidad de vivir gozosamente. Con los otros no es fácil armonizarse. Con uno mismo también resulta complicado ya que requiere toda una forma de vida. Hay quienes no pueden permitírselo y no están en condiciones ni siquiera de elegirlo. Ni eso ni tantas otras cosas. Y no es cuestión de achacárselo. El privilegio de poder procurárselo comporta la responsabilidad de buscar armonías.
Acordar no es exhibir y esgrimir las diferencias como antesala de una imposibilidad, ni ignorarlas como preludio de un falso entendimiento. No puede ser un mero juego de fuerzas y de poderes. Ni de estilos. Ha de serlo también de razones ajustadas. La armonía es equilibrio, ponderación, mesura y no imposición y los acuerdos han de ser justos. No de cualquier manera y a cualquier precio. Por eso no resultan tan frecuentes. Armoniosamente no quiere decir ingenuamente. La coincidencia que se precisa exige serenidad, pero no apatía. Armoniosamente vamos a llevarnos bien. O no. Y esa decisión también habría de ser compartida.
(Imágenes: Magí Puig, Salt sobre blanc y otras pinturas)
Ángel Gabilondo
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