Hay razones de más envergadura que no siempre resultan eficaces, por ejemplo la de quienes consideran que escribimos para espantar la muerte. Tampoco es imprescindible pasar a la historia y, sobre todo, no hay prisa. La necesidad de producir una huella, una marca, es más que la de dejar testimonio, pero son compatibles. Nuestra propia identidad colectiva se afirma y confirma asimismo por un conjunto de textos. Y la difusión de las leyes comporta su promulgación.
Escribimos, nos escribimos, como modo de cuidarnos y de cultivarnos, de ensayarnos y de ofrecernos. Es lo que Foucault denomina “la escritura de sí”, que viene a ser todo un proceso de constitución de uno mismo. Nos desenvolvemos en entornos de inscripción. Nos vamos configurando entre notas, consideraciones, reflexiones, comentarios, anotaciones, recados, avisos, ensayos, estudios y tantos otros textos que de una u otra manera han requerido y requieren una acción de escritura. Y que forman parte de lo que somos y deseamos. Y en esa vorágine se desenvuelven nuestros afectos, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestras convicciones y nuestros conceptos. Proseguimos escribiendo porque ninguna palabra o frase recoge de modo definitivo aquello que no se reduce a lo que ya sabemos ni a nuestro modo de saberlo. También nuestras dudas y nuestras necesidades nos alientan, nos desafían y nos impulsan como inserciones inscritas. Y como signos de escritura sostienen nuestra decisión de buscar crear una y otra vez condiciones expresas y con incidencia para que la palabra justa tenga materialidad.
Somos voluntad de decir y esto es más y algo otro que las ganas de que nos oigan, como si lo que hayamos de escribir fuera determinante y una aportación imprescindible. Pero inscribir nuestra palabra en lo que se viene diciendo es una tarea que se vincula a los primeros pasos de nuestro deseo de afirmarnos, desde los cuadernos de notas y los diarios, hasta los poemas, aforismos, reflexiones o los llamados pensamientos. Al escribir, escribiendo, vamos labrando, si no nuestra identidad, sí la identificación con lo que, con todo tipo de precauciones y de sordinas, llamamos estilo. Cada cual dice a su modo y en ello también cabe cultivarse. No ha de ser siempre ni precisamente de gran alcance literario o público, lo que en líneas generales resulta evidente. El estilo no es sólo un referente para los otros, es también un instinto, un estímulo, un proceso de constitución de la propia palabra, la que nadie dirá por otro. El estilo es asimismo implicación para transformar y transformarse. La escritura no es un simple acto solipsista o de exaltación de uno mismo. En ella pervive más o menos explícitamente una tensión de comunicación.
A veces adopta la forma de una cierta ascesis, de un ejercitarse en una adecuada consideración de la intimidad y del diálogo con uno mismo, de un encuentro con esa voluntad de decir que es una voluntad de palabra. No pocas veces sin embargo ello no impide, antes bien propicia, su difusión, su transmisión social y pública. Ni supone ignorar las vicisitudes colectivas en las que nos encontramos. Escribir también puede suponer dejar constancia, tomar posición, difundir, extender, expandir, para lograr un efecto de reverberación, una turbulencia, una incidencia. Y no sólo para buscar impactos, sino para producir un movimiento, la acción del decir que comporta la escritura. Escribimos para que más o menos explícitamente pase algo, nos pase algo. Y para ello no se requieren siempre objetivos específicos.
Escribir es incidir, hacer incisiones, cortes por los que se oxigena y respira la palabra. Como Platón destaca, la escritura se vincula con el conocimiento, en cualquiera de sus suertes, para crear y hacer aprender, en quien escribe y en quien con su lectura lo reescribe. De lo contrario, los discursos, en tierra infecunda, no germinan. Campo de juego, campo de batalla y campo de transgresión, la escritura se ve sometida a los avatares de nuestras palabras.
También hay una escritura que genera una determinada confusión, alguna difuminación. El propio autor puede funcionar como un agente de circulación de sus discursos, ocupado en generar accidentes. Pero también en este caso podrían producir efectos inauditos e inesperados, productos más de una especie de reacción química que de movimientos mecánicos. Los escritos se fluidifican en todo tipo de formatos, pero pervive el gesto imprescindible de escribir, gesto responsable de una faena infinita que no hemos de dejar de aprender.
En el impactante deseo de escribir para no morir al que Blanchot nos conmina hay sin embargo paradójicamente la constatación de una memoria, la de que la escritura es cosa de mortales. Que escribir sea para Nietzsche un grito y un estornudo, o para Derrida un parpadeo, no hace sino confirmar su corporalidad, su materialidad, su decisiva instantaneidad. Que cada día se despliegue de múltiples maneras no impide que se embosque más en una miríada de palabras en circulación.
Rodeados de escritos, su vaivén precisa la mirada cuidada de la lectura de quien se cultiva y es capaz de atender y de reescribir, sin quedar prendado de los incidentes y de las peripecias, de las ocurrencias y de los dimes y diretes. Precisamos hilos de lectura como filos de escritura, con urdimbre y bastidor. La escritura es también un modo de pensar. Y de hacer. El afán de escribir no ha de cegar su necesidad como acción de pensamiento.
(Imágenes: Remix CC de Mike Licht sobre el cuadro de Vermeer, Mujer escribiendo una carta y sirvienta; fotografía de hombre escribiendo, en Blog "Crónicas del reino menguante" de Francisco Flecha Andrés; y Cosacos zaporogos escribiendo una carta al sultán, de Ilia Repin).
Ángel Gabilondo


No hay comentarios:
Publicar un comentario