No se trata de dedicarnos permanentemente a calificarnos unos a otros, sometiéndonos a un proceso de análisis con el único objetivo de establecer un juicio sumarísimo sobre lo que cada quien hace o dice, sobre cada gesto, cada palabra, cada actitud, cada decisión. Dejemos de lado por esta vez la pertinente pregunta acerca del lugar desde el que lo realizamos. Reducir nuestra actividad a dictaminar sobre las vidas ajenas o a controlarlas podría acabar siendo nuestra más reiterada ocupación. Hemos de tenerlo en cuenta incluso para ejercer el necesario espíritu crítico, la reflexión, o la búsqueda de criterios para adoptar una decisión o contribuir a una transformación.
Valga esta consideración inicial también para uno mismo, a fin de abordar la necesidad de una orientación, una guía o un indicador, ahora que tanto los reclamamos, para valorar con quién nos las vemos en ciertas situaciones, para saber adecuadamente con quién aventurarnos. Supongo que no es imprescindible, dado que cada cual se las arregla para reconocer una serie de condiciones, siquiera mínimas, para fiarse inicialmente de alguien. Tal vez lo sensato sería confiar en todo caso o, como algunos señalan, nunca, o, menos extremadamente, bajo circunstancias muy determinadas y singulares. Si ya Maquiavelo señala en El Príncipe que para fiarse de alguien, incluso de un amigo, ha de hacerse con una enorme cautela, con múltiples precauciones, en las anotaciones de Napoleón se añade al margen que “ni siquiera en ese caso”. Pero también el corso tuvo finalmente que confiar hasta apoyarse en los demás. Suponemos que con algún criterio.
Ciertamente en esto también hay sorpresas, no pocas agradables, pero no estará de más establecer algún parámetro mínimo por muy particular que resulte. Vaya por delante que quienes permanentemente hablan de sí o son incapaces de contar con alguien no le inspiran a uno demasiada confianza, toda vez que ésta ha de concederse a alguien, incluso aunque se estime que es suficiente la que tiene. La confianza no sólo se posee o se merece, también se otorga.
No buscamos ahora establecer el catálogo de cualidades que adornan a quien la inspira, aunque no es improbable que valoremos la coherencia y la honestidad como factores determinantes para fiarnos de alguien. Pero si hemos de establecer el detector de aquellos que realmente nos atraen o desafían, ese detector habría de reconocer o descubrir la generosidad. La cuestión es en qué consiste y cómo hacerlo.
Quizás olvidamos que la generosidad es la capacidad de “anteponer el decoro a la utilidad y al interés”. Y ese decoro no remite a lo decorativo, sino a lo decente, a lo que conviene, no a lo que nos conviene. Nada más lejos por tanto que una blanda ingenuidad sin entrega apasionada. Se trata de ser generoso dando lo mejor de uno mismo hasta hacer brotar los aspectos más valiosos de sí. Generoso también consigo mismo, la cuestión es no echar a perder lo que uno es, o podría, dilapidándolo en el propio interés. Dado que no siempre hay tantas oportunidades, más vale no lesionarse a sí mismo. Ignoramos el sentido de la generosidad cuando la desvinculamos del decoro. Que las palabras de Cicerón resuenen hoy como una llamada pública no deja de ser elocuente. A su juicio, el decoro implica ser discreto, correcto, educado, elegante, respetuoso, decente. En definitiva ello explicaría que el término decoro comparta su raíz con dignidad. Podemos desconsiderar el valor de estas palabras, palabras que comportan a la par valores, pero eso ya será suficientemente delator. O hacer una lectura tibia y poco comprometida de las mismas.
La ecuanimidad para no ser dogmático, para no situarse en condiciones de superioridad, es la que en estos tiempos, no solo complejos, sino también confusos, procura paradójicamente la mayor firmeza, la de la entereza, no la de la invasión de los ámbitos más singulares de los demás. La generosidad es, en este sentido, valor y esfuerzo para no claudicar ante las empresas arduas y es la capacidad de influir y persistir en la tarea. Ser abierto de miras y de actitudes, para no limitarse a lo que está ya dado y hecho, como si ahí se agotara la realidad, implica ser generoso también con lo que aún está por venir, lo que incluye la necesidad de una memoria generosa. Esta generosidad para con lo ocurrido y para con lo no sucedido, que implica nuestra acción, nuestra decisión y nuestra voluntad, otorga a la generosidad una dimensión política, tanto que sin ella no se es en verdad atractivo pública y socialmente. Sin generosidad no hay ni compañerismo, ni corresponsabilidad, ni liderazgo.
La ausencia de generosidad comporta ya por sí misma ausencia de credibilidad. Sin esa condición, sin esa competencia, nuestros análisis y juicios quedan teñidos de insensibilidad para con lo decoroso. No se trata simplemente de ser más o menos circunspecto, sino de merecer consideración, la consideración de los otros, que también se puede perder o incrementar. La confianza también se afianza.
Por ello el detector de la credibilidad radica en identificar la capacidad de ser generoso, la capacidad de no reducirse en nuestras acciones a lo más inmediatamente rentable. La generosidad es un modo de entrega, de respuesta, que no es una rendición a los estereotipos, al uso, de la utilidad. A veces, al caracterizarla, llamamos utilidad o eficiencia a lo que sencillamente es una falta de generosidad. Muy singularmente, de generosidad social.
(Imágenes, Juan Genovés, Obra reciente; y El abrazo)
Ángel Gabilondo
La ecuanimidad para no ser dogmático, para no situarse en condiciones de superioridad, es la que en estos tiempos, no solo complejos, sino también confusos, procura paradójicamente la mayor firmeza, la de la entereza, no la de la invasión de los ámbitos más singulares de los demás. La generosidad es, en este sentido, valor y esfuerzo para no claudicar ante las empresas arduas y es la capacidad de influir y persistir en la tarea. Ser abierto de miras y de actitudes, para no limitarse a lo que está ya dado y hecho, como si ahí se agotara la realidad, implica ser generoso también con lo que aún está por venir, lo que incluye la necesidad de una memoria generosa. Esta generosidad para con lo ocurrido y para con lo no sucedido, que implica nuestra acción, nuestra decisión y nuestra voluntad, otorga a la generosidad una dimensión política, tanto que sin ella no se es en verdad atractivo pública y socialmente. Sin generosidad no hay ni compañerismo, ni corresponsabilidad, ni liderazgo.
La ausencia de generosidad comporta ya por sí misma ausencia de credibilidad. Sin esa condición, sin esa competencia, nuestros análisis y juicios quedan teñidos de insensibilidad para con lo decoroso. No se trata simplemente de ser más o menos circunspecto, sino de merecer consideración, la consideración de los otros, que también se puede perder o incrementar. La confianza también se afianza.
Por ello el detector de la credibilidad radica en identificar la capacidad de ser generoso, la capacidad de no reducirse en nuestras acciones a lo más inmediatamente rentable. La generosidad es un modo de entrega, de respuesta, que no es una rendición a los estereotipos, al uso, de la utilidad. A veces, al caracterizarla, llamamos utilidad o eficiencia a lo que sencillamente es una falta de generosidad. Muy singularmente, de generosidad social.
(Imágenes, Juan Genovés, Obra reciente; y El abrazo)
Ángel Gabilondo


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