Las estaciones tienen estabilidad. Se nos ofrecen como referencia, como parámetro, como seguridad. Nos hacen atisbar que algo sabemos sobre quiénes somos, haciéndonos presuponer que conocemos, si no a dónde vamos, al menos a dónde queremos ir. Es uno de los sentidos de viajar, y del calendario, ofrecernos las referencias para serenar nuestro desconcierto y darnos el apoyo y el sustento de unas coordenadas establecidas. Nos permite recuperar las fuerzas. Pero quedar estacionado conlleva tal vez desocupación o estancamiento.
Parecemos estar esperando nuestro momento. Tratamos de irnos. Queremos llegar, pero nos gustaría que también el recorrido fuera interesante, y no sólo el destino. Uno empieza por desear llegar pronto y acaba por preferir ya estar de vuelta. Es como si ese tipo de espera alimentara la sospecha de que aquello de que partíamos no estaba tan mal. En esas situaciones somos capaces de asentir, con un cierto aire de claudicación, que “como en casa no se está en ninguna parte”. Eso supone que las razones que nos movieron ya se agotan con el solo hecho de decidir iniciar el viaje. Todo parece amortizado antes de emprenderse. Como si se deseara constatar que no merece tanto la pena. Para estación, no está mal nuestro propio domicilio. Así que ese tipo de viajes nos asientan donde ya estábamos, nos confirman. Y quizás es lo que peligrosamente nos acecha en todas las aventuras y vicisitudes que comportan vivir: quedar estacionados.
Pero la operación tiene sus riesgos. No pocas estaciones tienen un cierto aire de tanatorio. Y no es sólo el aspecto. Incluso sus comodidades nos ayudan a afrontar una buena despedida. Alguien se va. Quizá nosotros mismos. No es que se acentúen los apuros, ya que más bien todo parece pergeñado para asegurarnos. La espera en espacios amplios, los materiales que remedan mausoleos, y la decoración sin concesiones invitan supuestamente al sosiego y a la serenidad, cuando todo es en verdad inquietud, con dosis de incertidumbre. Se agudiza así la sensación de que estamos en un tiempo muerto. Los largos pasillos, como distribuidores de un ir y venir incesante para embarcar en una nave dispuesta, no es que sean una metáfora, es que son una descripción. Todo es trajín, como si furiosamente huyéramos de algo sin desear demasiado el destino que nos aguarda. Todo deviene hall, sala de espera, antesala de alguna operación, mientras resuena un hilo musical que presagia aún más el desenlace. Nos encontramos en el dilema de emprender el arriesgado desafío o de permanecer anclados en lo que supondría la seguridad de que no hay nada que hacer,
Aguardar sentado lo que no depende de uno mismo e insiste en producir en nosotros sus efectos no hace sino ratificar lo que probablemente sucederá, aunque no se busque ni se necesite. Todo ha quedado predispuesto para que ocurra. Quizás uno mismo lo desconozca, pero otros lo saben. Parece el momento de esperar y no es fácil hacerlo plácidamente. La incomodidad no radica sin más en la posición sino en la perplejidad.
Nos vamos. Y sin embargo, con una solemne quietud, aguardamos. Tal vez en eso consista haberse ido de verdad. Ya nos llamarán. Contamos con la documentación en regla, a mano, con nuestro billete, con el asiento asignado, con el destino activo y acechante y con el deseo de que la demora no se prolongue ni la partida se postergue. Confiamos en que alguien lo tenga todo bien organizado, alguien que nos ayude y nos conduzca. Entregados así, es difícil no sentirse en una cierta minoría de edad, aquella que más puede experimentarse con los años, la que Kant tanto desaconseja y de la que tanto nos previene.
La vida prosigue a nuestro alrededor. Nos convoca. Pero una cierta indiferencia nos comunica mutuamente. Estacionados, estabulados, depositados, puestos, predispuestos y dispuestos a recibir las indicaciones, los consejos, las órdenes, es momento de aguardar. Aún nos queda la satisfacción de haber, en cierto modo, elegido algo. Tal vez por necesidad o con la confianza de realizar efectivamente un desplazamiento. Por un lado sentimos la confianza de estar “a buen recaudo”, pero esa expresión no deja de ser desazonadora. Nos espera un recorrido, quizás un viaje, pero ya sentimos la urgencia de no quedar supeditados a la posición que se nos ofrece.
Con nuestro equipaje siempre bien vigilado, según se nos dice –lo que aumenta la incertidumbre-, atentos a los avisos y señales, pendientes del horario, de las puertas de embarque o de los andenes propuestos, concentrados en el lugar señalado, en alerta, toca esperar. Algo nos retiene en esa posición, estacionados. Confiamos en que accederemos, en que llegaremos, en que nos vendrán a buscar, en que nos encontraremos en otra situación, con más posibilidades, con más capacidad de decisión y de movimiento, donde no dependamos tanto. Agradecemos la información, nos ayuda a esta confianza, pero reducida nuestra capacidad de respuesta, no dejamos de sentir alguna inquietud.
Quizá corresponde aguardar, como una estación sucede y antecede a otra y espera su momento. No siempre es fácil ni siquiera reconocerlas, pero se mantienen inexorables, implacables. Ello no impide, antes bien exige, nuestra acción. En efecto, es preciso esperar. Pero ya Heidegger nos enseña en su libro Serenidad (Gelassenheit) que la capacidad de dejar ser no es un acto de pasividad, ni de permisividad, ni de condescendencia. Una cosa es estar a la expectativa y limitarse, por muy alerta que estemos, a reconocer sólo lo que previamente ya nos hemos representado Y otra bien distinta estar a la espera, que exige estar abiertos y dispuestos a lo que quizá de modo imprevisible o diferente a lo supuesto pueda venir a suceder.
Sin embargo, dejar ser no impide saber distinguir, saber elegir y estar dispuesto a hacerlo. No es suficiente con limitarse a ver pasivamente qué pasa, hemos de hacerlo ocurrir y tal vez de otro modo. Siempre y cuando podamos permitírnoslo y seamos capaces de no vivir y de pernoctar permanentemente en las estaciones, desesperanzados, desesperados, sin atender siquiera a las naves en las que jamás embarcaremos. Si incluso la quietud es una forma de movimiento, esperar bien activos puede ser una forma de atender, pero ello tiene también su momento, su tiempo. En ocasiones, todo parece demorarse tanto que sentimos que se posterga nuestro propio vivir. Y cunde algún desánimo y ya empezamos a sospechar que, mientras estacionados aguardamos, vamos perdiendo algunas fuerzas y razones para el viaje. En todo caso, insistimos en que eso sí sería haber llegado, pero a donde en absoluto deseamos. Por eso hemos de persistir en proseguir, y sin demasiadas dilaciones.
(Imágenes: Nele Azevedo, Esculturas de hielo que se derriten en la plaza Gendarmenmarkt de Berlín)
Ángel Gabilondo


No hay comentarios:
Publicar un comentario