Necesitamos explicación: que nos expliquen y explicarnos. A veces, puede resultar cansino y pesado, pero de lo contrario nos malentendemos con demasiada frecuencia. Queremos que nos informen, que nos aclaren, que nos comenten, que nos concreten, que nos motiven, que nos argumenten, que nos ofrezcan datos, cuadros, informes… eso sí, concisos, breves, directos, claros, trasparentes, contundentes y, por supuesto, verdaderos, verídicos y verificables. Y no está mal que lo precisemos y lo deseemos. Por otra parte, convendría que fueran sencillos y amenos, con un lenguaje adecuado, sincero, sin erudiciones ni aspavientos.
No sería lo más conveniente que nos situáramos en una mera actitud pasiva, esperando que se deposite, como en un recipiente, como en un buzón, la debida explicación. Tampoco es infrecuente que consideremos que “se nos debe” y no suele ser inhabitual, ni siquiera en las relaciones más personales, que lleguemos a considerar que quien tiene que explicarse es el otro. Necesitamos esa satisfacción para no vernos agraviados, quizá por un malentendido, aunque no siempre.
De lo dicho puede deducirse que, siendo como es necesaria, la explicación no es fácil para nadie, y menos cuando resulta imprescindible. Conviene de todas formas no empeorar la situación regenerando y reactivando aquello que se pretende aclarar o responder. El espacio público está poblado de explicaciones, en su caso con su debida rectificación, que abren nuevas y mayores polémicas. O matizaciones que complican lo dicho. O adjetivaciones que incomodan más que alivian. O tonos que alejan más que acercan. No basta ni prepararlo ni presentarse con total sinceridad. Ambos pasos, de nuevo convenientes, pueden acabar siendo problemáticos. No por ello han de dejar de darse pero, puestos a explicarse, conviene no caer en la ingenuidad de que es suficiente la buena voluntad. Entre otras razones, porque la explicación es un acto singular de comunicación y no un discurso más.
Nos satisfacen quienes se explican, explican, y nos explican, y lo hacen considerándonos capaces y dispuestos, y se dirigen a lo mejor de nosotros mismos, convocándolo y concitando nuestra voluntad. Lo interesante es que, de hacerse bien, podría permitirnos comprender y no simplemente asentir o aplaudir, sino procurarnos condiciones de forzarnos un criterio propio. La explicación no debería tener como único objetivo, como prioridad, la adhesión.
Es decisivo, por tanto, que la explicación no se considere consistente por su mera difusión o reiteración, o que su sentido se agote en su funcionamiento o en los efectos logrados y producidos, ni siquiera en los más vistosos resultados. La explicación ha de mover también las razones y conmover los afectos; esto es, no debe ignorar el pensamiento. Porque, en definitiva, la explicación tiene que ver directamente con la comprensión. Dilthey insiste en que no conviene confundir la explicación, que es lo que buscan las ciencias de la naturaleza, con la comprensión, que es lo que persiguen las llamadas ciencias del espíritu, las humanidades y ciencias sociales. Sin embargo, la escisión habría de equilibrarse reconociendo que una buena explicación comporta comprensión y que comprender algo en verdad conlleva alguna suerte de explicación. Esta dialéctica entre explicar y comprender, que Ricoeur y tantos otros se han cuidado en hacernos ver como necesidad mutua, confirma una vez más que no basta con ver, que hay que pensar lo visto, que no basta con hablar, que alguien nos tiene que decir de verdad. Y, asimismo, que no basta con explicar, que hay que comprender. Y hacernos comprender.
En ocasiones estimamos que es suficiente con estar convencido para que la explicación resulte convincente, amparándolo todo en la autenticidad de las posiciones, pero, reiteramos, no es lo mismo estar convencido que ser convincente. Una vez más, la palabra no ha de ser propiedad ni patrimonio de quien la esgrime, ni aunque busque bienintencionadamente explicarse. En definitiva, la palabra lo es con otro, a través de lo que cada quién dice, para que sea efectivo diálogo. El peligro radica entonces en que podríamos ponerlo todo perdido de explicaciones, de comparecencias, de intervenciones, de presentaciones, sin llegar en verdad a comprender, a comprendernos. Hablaríamos desde una coherencia y una lógica interna presuntamente consistente, con nuestras razones, desde nuestra perspectiva, con nuestra posición ideológica, en nuestro mundo y desde él, y presentaríamos como incontestable e ineludible el armazón de nuestras decisiones. Al hablar, nos hablaríamos a nosotros mismos y a los nuestros. Todo parecería plausible e incontestable. Y así nos resultaría inconcebible que no fuera abrazado por los demás.
Sin embargo, olvidada la razón de la dialéctica de la explicación con la comprensión, se desbarata el edificio eufórico de las explicaciones que propagan las ventajas de la posición y la decisión propias. Y no por falta de entendimiento, sino de comprensión. Y esta no se queda en las manifestaciones dadas, en las generalidades de las grandes ventajas y amenazas, ya que requiere, en palabras de Dilthey, “una conexión de vida en lo dado”.
Semejante gesto no es simplemente algo interesado sino el reconocimiento de que lo común tiene que considerar lo singular, de lo contrario, la palabra no es pública, es publicitaria. También es necesario comprender para explicar. Para hacernos comprender no basta con empeñarse y limitarse a dar explicaciones. La comprensión no es sólo cosa de quien escucha, es imprescindible también en quien busca de verdad explicar. De no ser así, sería infecundo acumular supuestas explicaciones.
(Imágenes: René Magritte, La clarividencia; La llave de los sueños; y El asesino amenazado)
Ángel Gabilondo


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