Una cierta “minoría de edad” se va apoderando de la situación y cada mañana, en cada momento, en cada ocasión, hemos de aguardar las novedades que condicionan de modo determinante no sólo nuestras decisiones, sino nuestra existencia. Diversas fluctuaciones inciden en cuanto vivimos. Y si bien comprendemos que la autonomía personal no significa indiferencia, ni absoluta independencia, no comprendemos que implique tales dosis de consideración que finalmente la propia vida personal, social y política esté condicionada por lo que nos llega, con tal peso de autoridad y con tal carácter determinante que resulta difícil no estimarla como una imposición.
Da la impresión de que un simple movimiento de dedos, sin demasiados esfuerzos, logra producir dolores o alivios. Dicen que resulta superficial estimar que alguien se ocupa de alcanzar esos efectos y que maneja a su antojo el correspondiente efecto de pinza, atrapar o soltar. Sin embargo, por otra parte, es ingenuo pensar que todo es casual, anecdótico, coyuntural, incidental, azaroso. Incluso con la mejor de las intenciones y en un ejercicio de buena voluntad que roza la fe ciega, podríamos ignorar que hay intereses espurios que encuentran cómodo nuestro permanente estado de alerta. Sobre todo si va acompañado de algunos tipos de indefensión. Desde luego, ni siquiera con una entrega incondicional que atribuye toda la serie de problemas a los demás, podemos ignorar que en este pulso es necesario un punto nodal, crucial, para que el pinzamiento sea adecuado. Esto es tanto como indicar que se requiere ejecutar el gesto, el movimiento y que en todo caso no es preciso que sea una decisión individual para ser eficiente. Los efectos son implacables. Y la tensión de la espera; sin que en muchas ocasiones se comprenda claramente a que obedecerán unos y otros de esos efectos. Es como si estuviéramos en sus manos.
Todo ello produce ya una incómoda y casi ridícula situación, la de esperar a ver qué pasa, qué les parece, cómo lo encuentran, si lo dan por válido, por suficiente, si se necesita algo más, algo otro, algo diferente, a fin de que nos otorguen beneplácita y condescendientemente su asentimiento. Y entonces quizá podríamos proseguir, siempre atentos a si el camino les parece el adecuado y dispuestos a ser corregidos, reorientados, sancionados, castigados o, en su caso, nuevamente premiados con el consentimiento de poder continuar.
La grandilocuencia de nuestras declaraciones de autosuficiencia y de dominio de la situación, de control, de claridad de ideas y de proyecto se ve ante la tesitura de hacernos cargo de que ni todo está tan claro, ni es tan fácil, ni lo podemos solos, ni lo tenemos tan firmemente asentado. Reconocerlo sería excesivo. No hacerlo, también.
Hemos aireado con tanta frecuencia nuestra capacidad, contraponiéndola a otras supuestas ineptitudes, que resulta duro constatar ahora nuestras limitaciones y nuestra impotencia. Y ya no es suficiente con atribuirlo a causas, cuya descripción más o menos justa no solventa la situación. En efecto, no parece suficiente con describir. Ni está claro que una voz nos ofrecerá la palabra que la alivie o la resuelva, por más que atentamente escuchemos el oráculo. Pero lo verdaderamente alarmante es ponernos en situación de que sea otro, de que sean otros, quienes nos digan quiénes somos, cómo estamos, qué nos conviene, qué hemos de hacer, en qué ocasión, con qué ritmo y con qué frecuencia. Quizá podríamos adoptar medidas, pero serán ellos quienes las valoren, las evalúen, las aprueben o no.
Así que nos toca hacer y aguardar el veredicto. Con algunas sospechas. La más crucial, la de que prefieren tenernos pendientes, permanentemente atentos y supeditados a sus indicaciones. Se trataría de ver si hemos entendido bien sus sugerencias, esto es, si hemos comprendido que eran órdenes. Y todo, por supuesto, “para nuestro bien”. En principio no está claro, pero a la larga se verá. O no. Pero de no ser así, nuevas indicaciones reorientarán el camino. Mientras tanto, atentos y al aparato. Están reunidos. Ya nos dirán.
De ahí el atrevimiento ilustrado como gesto de autonomía. Nunca, ni siquiera en nombre de un supuesto realismo, cabe situarse en la condición de quien deposita su capacidad y su iniciativa en manos de un poder que desborda la propia capacidad de gobierno de sí mismo. Lo más doloroso de la continua situación de permanecer en la escucha de lo que se proponga o dictamine es que la propia escucha pasa a ser un receptivo y pasivo resignarse.
Y así, cada mañana, atendemos las consignas nocturnas, las de las aves que pronostican con su vuelo y nos ofrecen la posibilidad de los augurios que nos indican los caminos. No sea cosa de que los dilucidemos entre nosotros. Ya tenemos quienes directamente se comunican con la sabiduría para dictaminar lo que, a su juicio, nos conviene. Ellos miden nuestros riesgos. Y, por lo visto, buscan lo mejor, lo que nos sacará de ésta. Así que atentos.
(Imágenes: Ángel Boligán, First Prize; María Jesús Seguí Hidalgo, Pinza; y Sin título)
La grandilocuencia de nuestras declaraciones de autosuficiencia y de dominio de la situación, de control, de claridad de ideas y de proyecto se ve ante la tesitura de hacernos cargo de que ni todo está tan claro, ni es tan fácil, ni lo podemos solos, ni lo tenemos tan firmemente asentado. Reconocerlo sería excesivo. No hacerlo, también.
Hemos aireado con tanta frecuencia nuestra capacidad, contraponiéndola a otras supuestas ineptitudes, que resulta duro constatar ahora nuestras limitaciones y nuestra impotencia. Y ya no es suficiente con atribuirlo a causas, cuya descripción más o menos justa no solventa la situación. En efecto, no parece suficiente con describir. Ni está claro que una voz nos ofrecerá la palabra que la alivie o la resuelva, por más que atentamente escuchemos el oráculo. Pero lo verdaderamente alarmante es ponernos en situación de que sea otro, de que sean otros, quienes nos digan quiénes somos, cómo estamos, qué nos conviene, qué hemos de hacer, en qué ocasión, con qué ritmo y con qué frecuencia. Quizá podríamos adoptar medidas, pero serán ellos quienes las valoren, las evalúen, las aprueben o no.
De ahí el atrevimiento ilustrado como gesto de autonomía. Nunca, ni siquiera en nombre de un supuesto realismo, cabe situarse en la condición de quien deposita su capacidad y su iniciativa en manos de un poder que desborda la propia capacidad de gobierno de sí mismo. Lo más doloroso de la continua situación de permanecer en la escucha de lo que se proponga o dictamine es que la propia escucha pasa a ser un receptivo y pasivo resignarse.
Y así, cada mañana, atendemos las consignas nocturnas, las de las aves que pronostican con su vuelo y nos ofrecen la posibilidad de los augurios que nos indican los caminos. No sea cosa de que los dilucidemos entre nosotros. Ya tenemos quienes directamente se comunican con la sabiduría para dictaminar lo que, a su juicio, nos conviene. Ellos miden nuestros riesgos. Y, por lo visto, buscan lo mejor, lo que nos sacará de ésta. Así que atentos.
(Imágenes: Ángel Boligán, First Prize; María Jesús Seguí Hidalgo, Pinza; y Sin título)


No hay comentarios:
Publicar un comentario