Decimos que no tenemos tiempo. No se pone en duda. Pero cuando disponemos de él, comprobamos que lo más difícil es tener fuerzas, y sobre todo razones, para hacer. En medio de numerosas ocupaciones, podemos tal vez encontrar espacios y alicientes. Sin embargo, a veces, liberados de ellas, el tiempo se coagula o desaparece. Aplanado, sin referencias decisivas, viene a ser un magma indiferenciado. Viene a ser tanto que no resulta nada. Efectivamente, todo el tiempo del mundo para esto. Resulta ya saturado por una inactividad suficiente que paradójicamente lo llena.
La voluntad se acalla para soportar esta inacción y cualquier detalle o tarea es suficiente para completar la ocupación del día. Y curiosamente, cuando no hay tanto que hacer no se llega cómodamente a realizar. Es como si la desocupación lo ocupara casi todo. Nos desactivamos, no por pereza sino para afrontar el tiempo dilatado, tan extendido que no resulta acogedor. Despertarse, alimentarse, descansar, marcan la pauta. Y entonces hay tanto que cabe hacer que lo razonable es reconocer cuánto se parece a cuando ya no hay nada singular que realizar.
La obligatoriedad de ciertas tareas puede incluso añorarse. Si no hay nada que hacer, ni siquiera hay entonces un espacio para el ocio. Puestos a elegir, no parece muy posible sino elegir un tipo de actividad para rellenar nuestra existencia. Curiosamente, la desocupación, el sentirnos libres de, no siempre nos procura más tiempo libre para, ya que ello requiere de nuestra disposición y de desafíos atractivos. Es el tiempo el que no resulta precisamente libre, sino enajenado. Es un tiempo dislocado, extemporáneo, fuera de sí, que no es propicio para la acción.
Cuando Hegel dice que “el concepto borra el tiempo”, en realidad habla de la capacidad de aquel de concretar el tiempo en un espacio pleno. Pero a veces nos falta esa energía de concebir algo distinto, si nos limitamos a sobrellevar el día, cuando no, la existencia. Por ello se requiere un enorme arrojo y decisión para afrontar la desocupación, para vérnoslas en cada jornada con tantas presuntas posibilidades, y tan indeterminadas, que no siempre resulta fácil, ni cómodo, completarlas. Cuando Cicerón habla con tanta admiración en De Inventione de la capacidad de venir a dar con algo, en última instancia nos hace ver que hay que otorgarle al tiempo lo que él por sí mismo no es capaz de ofrecernos. Esto es lo duro y difícil, sobreañadido a la desocupación. La invención no es un simple hallazgo. Esa búsqueda es una creación, es un venir a dar algo. Una vez más, se confirma que no es sólo cuestión de tiempo. Que incida en nuestro quehacer no significa que no podamos nosotros incidir en él.
El desaliento, el desánimo, la oportunidad que no se vislumbra no se supera con la constatación de que hay mucho que hacer. La tarea, en lugar de verse como una oportunidad, produce apatía. Quizá por ello se requiere una entrega singular al día, precisamente cuando menos razones y fuerzas parece que hay para hacerlo. Y en esta, como en tantas otras cosas, saberse solo complica la búsqueda, la apertura de posibilidades. Sin duda, hay mucho que hacer. También procurarnos razones y fuerzas para lograrlo. Y esta tarea sí que es un verdadero quehacer.
Hay tanto que hacer que puede resultar aparentemente incomprensible que no sepamos qué. Desbordados por la complejidad y alcance de la tarea, ante un supuesto sin fin de presuntas posibilidades, sin embargo una parálisis nos desactiva, la que brota no siempre del exceso de labores, sino de alguna desocupación repleta de cansancios y de indecisiones. A veces hay tanto tiempo libre que en rigor no hay manera de saber qué hacer.
(Imágenes: Brigitte Szenczi y Juan Antonio Mañas, pintores que trabajan en colaboración, aunque cada uno firma su obra por separado y la concibe individualmente)


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