8 de junio de 2012

Un aire común.

Verónica rubio4
Necesitamos respirar. Como nunca. Como siempre. Y no dejamos nunca de aprender a hacerlo. Y eso nos reconforta. Un cierto ahogo, una asfixia algo difusa, pero evidente, nos convoca a cuidar explícitamente lo que parecía tan natural. Resulta más imprescindible aún, aunque en definitiva en eso consiste vivir, en precisar de nuevo que ocurra otra vez lo nunca sucedido. Es lo mismo, pero no es igual. Algo de eso es el eterno retorno en Nietzsche.
Nos falta aire, aire limpio y libre. Y sin embargo, encontramos quienes nos oxigenan y alientan. A veces con una palabra, con una mano amiga. Las Cartas a Lucilio de Séneca muestran en realidad que el aire que precisamos no es un aire cualquiera. Es el de un afecto y un sentido compartidos, el de una mutua implicación en un tarea y en un desafío, que bien pudieran ser sencillamente los de vivir dignamente. Respirar no se reduce a absorber el aire y a expelerlo. También respirar es dar noticia de sí, hablar, pronunciar palabras. Y a veces nos falta el aliento. Y en eso no siempre estamos solos. Respiramos un aire común. Y en ocasiones, subrayamos, es irrespirable. También por lo que decimos y nos decimos.
Aprender a hablar supone un trastorno de la apacible respiración, una modificación, una intrusión en el más o menos monótono ritmo de aspirar y espirar. Una suerte de no coincidencia entre el sonido y el sentido. Algo nos ha ocurrido. Algo no acaba de satisfacer. Y se trataría de armonizarlo. Tamaña incomodidad constitutiva nos altera el ritmo de la respiración y en alguna medida el ritmo de la vida. Aparece un intruso. Los sonidos empiezan a configurar sentidos.
Este extraño animal que es el ser humano tiene el carácter, la característica, de decir, de producir sonidos que significan cosas, que las buscan, que las señalan. Y todo el mundo de los sentimientos y de los afectos se alborota. Nuestro entorno siente que quizás estamos soñando, imaginando, deseando. La respiración se entrecorta y balbuceamos torpemente sentidos. Y ya para siempre necesitaremos decir, decirnos, respirar rítmicamente nuestras palabras. En realidad, rythmós une las nociones de movimiento y de forma, para organizar y ordenar, para reglar y arreglar. Es en definitiva un modo adecuado de respirar. Así, respiramos una canción, un verso, un poema, un discurso.
La palabra surge cuando el ser humano comienza sorprendido a oírse, porque se produce una extrañeza, un asombro, la maravilla de lo que sucede y nos sucede, y nos hace cuestionarnos, interrogarnos, problematizarnos. Algo no acaba de coincidir, algo nos falta, sentimos alguna escisión, alguna fractura o quiebra constitutiva. En el Poema de Parménides se inicia una manera de decir las palabras ajustadamente. Se trata de respirarlas, de recitarlas, de una forma singular. Es una verdadera transformación. Leído al pie de la letra, según el acento y el ritmo, con una manera peculiar de respirar, un modo poético, rítmico, meditativo, se produce una modificación que provoca otra forma de ver, de considerar y de contemplar lo que hay. Y quienes alientan a hacerlo, quienes impulsan el carro de la diosa, son el derecho y la justicia. Y no para huir de los avatares de los mortales. Lo hacen “a través de las ciudades”. Ya suponemos entonces que puestos a encontrarlas irrespirables, la falta de derecho y de justicia sería una contaminación determinante.

Veronica-rubio

Tal vez, en última instancia, el propio pensamiento altere el compás rutinario y lo acelere o lo frene. Por eso conviene andarse con cuidado antes de adentrarse en el mundo de las palabras y del pensamiento. En definitiva, antes de considerarse en el mundo. Pero sin palabras y pensamiento, es decir, sin logos, sin auténtico decir, no hay mundo. Todo resulta inmundo. Nada por tanto menos rítmico que el exceso, la desmesura, la grandilocuencia, la falta de una palabra sencilla y entrañable, con contenido y verdadera. Cuando es así, el pensamiento resulta inapropiado, inadecuado, injusto.
Efectivamente, el aire común supone un aroma y una atmósfera. El aroma no es sólo cosa del olfato. Requiere oído. Está constituido por el conjunto de cosas dichas en un determinado espacio, como Chillida nos recuerda releyendo a Heidegger. Pero, a su vez, no es tan fácil encontrar una atmósfera adecuada. En su “Diario de invierno”, Paul Auster nos recuerda lo que ésta puede procurar. Y nos alienta: “Habla ya antes de que sea demasiado tarde, y confía luego en seguir hablando hasta que no haya más que decir. Después de todo, se acaba el tiempo. Quizá sea mejor que de momento dejes tus historias a un lado y trates de indagar lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo desde el primer día que recuerdas estar vivo hasta hoy. Un catálogo de datos sensoriales. Lo que cabría denominar fenomenología de la respiración (…) Lo que ejerce presión sobre ti, lo que siempre ha ejercido presión sobre ti: el exterior, es decir, la atmósfera; o bien, más concretamente tu cuerpo en medio del aire que le rodea. Las plantas de los pies ancladas en el suelo, pero el resto de ti expuesto al aire, y ahí es donde comienza la historia, en tu cuerpo, en donde todo terminará también”.
Pero cabe toda una tarea de aprendizaje, de educación, de incorporación. También, de los aires adecuados, no siempre tan fáciles de encontrar. Hay muchos modos de contaminarlos. La palabra injusta e inadecuada altera asimismo el aire y lo hace a veces irrespirable.
El verdadero ritmo es el ritmo de la respiración, el ritmo de la sangre, el ritmo de la vida. Así nos lo recuerda Aristóteles en su Poética. Es el ritmo de la acción, que hemos de reactivar. Y hemos de acompasarnos con él. Por eso, en cierto modo, nuestro bienestar no es solo propio. Nuestro ritmo es ritmo de la vida, ritmo del mundo. Y esta falta de aliento, de ritmo social, de ritmo de mundo, nos pone literalmente malos y afecta a nuestra capacidad de respirar. El aire común pierde calidad. La necesidad de recobrar el pulso social, personal y político deviene la tarea de generar espacios habitables, respirables, por su aire ético. Y ello no se reduce a una postura moral. Es un gesto público y político. Para que la polis sea una ciudad justa y libre, esto es, sana, hemos de ocuparnos de que nuestro aire común no descuide la palabra y se torne asfixiante. También hemos de cuidarnos de este aire si queremos respirar juntos adecuadamente. Generar un aire común respirable, compartido y solidario, exige un ritmo armonioso que, Arquíloco nos lo recuerda, encamine la vida de los seres humanos hacia un nuevo modo de vivir.
(Imágenes: Verónica Rubio, óleos de papel)

Ángel Gabilondo

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