Ángel Gabilondo
Hablar lo mismo no significa hablar de lo mismo. Compartir la lengua sí posibilita hacerlo. Pero es posible también hablar de lo mismo en diversas lenguas. Hablar lo mismo no es decir todos igual. En general, la lengua en la que hablamos y escribimos es la lengua en la que pensamos. La íntima relación entre el lenguaje y el pensamiento se concreta en la lengua en la que nos decimos. El descuido de la lengua es, por tanto, descuido del pensamiento. La desconsideración para con lo común de lo hablado es la desatención de lo que tenemos en común. Por eso, nuestra lengua común es aquella que se deja traducir en todos los idiomas, la de los derechos humanos.
Velar por la lengua no es plegarla o replegarla sobre sí. Si nació paulatinamente mediante todo un complejo proceso y vive y se oxigena, y se enriquece, y crece, no es sólo por el número de hablantes. También resulta determinante su implantación y su vinculación sociales, que es más que su expansión. Una lengua es asimismo lo que nos hemos dicho con ella, en ella. La lengua es cultura, historia, y si hablamos de identidad no es simplemente por la que nos otorga, sino sobre todo por la identificación que pudiéramos mantener con las ideas, con los valores, con las formas de vida que nos permite concebir. Y sobre todo por los ámbitos de comunicación y de convivencia que nos procura. Una lengua clausurada y cerrada no tiene peligro de perecer, ya ha muerto.
De ahí que perseguir lenguas o utilizarlas como arma arrojadiza, en vez de como vehículos de convivencia y modos de relación, únicamente puede obedecer a intereses que no son los de la propia lengua, sino otros. Al contrario, nuestro deseo ha de ser incorporar nuevos mundos y formas de comprender y, sobre todo, de comprendernos. Y, en su caso, de aprender otras lenguas, desde el respeto y el reconocimiento entre ellas y a la más propia. Asentados en este afecto y en este trato, no hemos de olvidar que separadamente las ideas no son ideas, que no hay ideas aisladas, ni ha de haber lenguas clausuradas o encerradas, ni por purismo ni por acoso. Las ideas, también en la lectura más paradisíaca e inexacta que trate de hacerse de los textos de Platón, se relacionan entre sí. Ya no sólo participan las cosas de ellas, sino que las propias ideas participan entre sí. Una lengua es también un diálogo, incluso antes de que permita el diálogo entre nosotros. Es en su origen un mestizaje. Esta es su auténtica pureza.
La comunidad de los hablantes de una lengua conlleva una alianza de
compromiso más o menos consciente por hacerla vivir,
precisamente mediante la transfusión permanente de lo que genera su uso al crear
espacios y modos de decir adecuados. La lengua se hace valer así y se ennoblece
en su vinculación a maneras de vivir dignas y respetables que
la activan y dinamizan. Una lengua es también lo que se ha dicho y se dice en
ella. Y lo que cabe decirse.
La maravilla de hablar una lengua común comporta el compromiso de reconocerla y de promoverla no a través de la férrea custodia, el encastillamiento o el encasillamiento, sino mediante un uso cuidadoso, adecuado, pertinente, preciso, mediante el conocimiento de su historia, de sus textos, de su estructura, de su sintaxis, morfología, fonética y semántica, de lo que con ella se ha venido diciendo con gusto, con arte, con verdad. Y con implicación. Y por el estudio y el aprecio de su literatura, de su ciencia. Y de sus peripecias y vicisitudes, de su influencia, de los ámbitos y lugares en los que con ella se dotaron de valor las convicciones y principios que nos constituyen y tanto precisamos.

No se trata de refugiarnos en el puro mantenimiento del acervo logrado, sino de impulsarlo diciéndonos y diciendo bella y certeramente, ajustada y decididamente, en nuestra lengua. Porque la lengua no es un mero instrumento de expresión, ni un simple transporte de información. En nuestra lengua nacimos y siempre renacemos. Es la mejor posibilidad de ampliar el limitado horizonte de nuestras consideraciones y en ella corremos asimismo el riesgo de vernos en la tesitura de no saber qué decir o de no saber decirlo. Incluso para constatar lo que como indecible nos da sin embargo tanto que decir. También, cada cual a su modo, ha aprendido a callar en su propia lengua. Y a susurrar Y a suspirar. Pero también a invocar y a clamar.
Amar la propia lengua es recibir y otorgar un mundo. De ahí su
carácter civilizatorio. Aprenderla bien es reconocer en su seno
esos espacios de relación en los que surgió y surge. Y abrirla a las
otras lenguas para conformar aquello que les es común, una lengua que
es todo un lenguaje, el de la palabra de los seres humanos, que se vierte en
múltiples sonidos y discursos, pero que es capaz en su diversidad de
compartir derechos. Todas las lenguas remiten a la humanidad y
son, ahora sí, su patrimonio, que ya no se afinca geográfica ni racialmente en
ámbitos exclusivos, privilegiados o aislados, y que se dice de muchas maneras
como matriz histórico-lingüística de la comprensión. Esa
pluralidad y diversidad se conjuga como lenguaje específico de los seres
mortales a los que llamamos seres humanos. Les llamamos y, al hacerlo, nos
encontramos involucrados. Efectivamente, sólo involucrados como humanidad nos
encontramos. La lengua nos incorpora a una comunidad, que también se
reconoce en ella. Vivir la lengua no es entender el amor a la misma
simplemente como una distinguida posesión. La lengua sólo vive si se da. Su
generosidad es la nuestra. Su solidaridad, también. Y entonces sí que hablamos
de verdad lo mismo.
(Imágenes: Pinturas de Raúl Lara Torrez)
La maravilla de hablar una lengua común comporta el compromiso de reconocerla y de promoverla no a través de la férrea custodia, el encastillamiento o el encasillamiento, sino mediante un uso cuidadoso, adecuado, pertinente, preciso, mediante el conocimiento de su historia, de sus textos, de su estructura, de su sintaxis, morfología, fonética y semántica, de lo que con ella se ha venido diciendo con gusto, con arte, con verdad. Y con implicación. Y por el estudio y el aprecio de su literatura, de su ciencia. Y de sus peripecias y vicisitudes, de su influencia, de los ámbitos y lugares en los que con ella se dotaron de valor las convicciones y principios que nos constituyen y tanto precisamos.
No se trata de refugiarnos en el puro mantenimiento del acervo logrado, sino de impulsarlo diciéndonos y diciendo bella y certeramente, ajustada y decididamente, en nuestra lengua. Porque la lengua no es un mero instrumento de expresión, ni un simple transporte de información. En nuestra lengua nacimos y siempre renacemos. Es la mejor posibilidad de ampliar el limitado horizonte de nuestras consideraciones y en ella corremos asimismo el riesgo de vernos en la tesitura de no saber qué decir o de no saber decirlo. Incluso para constatar lo que como indecible nos da sin embargo tanto que decir. También, cada cual a su modo, ha aprendido a callar en su propia lengua. Y a susurrar Y a suspirar. Pero también a invocar y a clamar.
(Imágenes: Pinturas de Raúl Lara Torrez)
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