Ángel Gabilondo
El salto del ángel
Hay cosas que sólo se tienen cuando se dan. Hay cosas que
sólo las vemos cuando nos entregamos. Hay cosas que sólo las merecemos cuando
nos comprometemos y luchamos por ellas. No pocas veces, por retener lo que no
ofrecemos, lo perdemos. La distancia excesiva y la indiferencia son formas de no
ver, de no querer ver, o de arrogancia. Es cierto que no todo merece nuestra
implicación, nuestra imbricación, pero lo sorprendente es que no lo merezca
nada.
En principio, no son buenos tiempos para los entusiasmos, pero de eso
entienden poco las urgencias y las necesidades, que están en todo su esplendor.
Suele coincidir entonces que bastante tenemos con sobrellevarlas. Y ello nos
repliega aún más, nos hace más vulnerables e indefensos, y nos conduce a una
cierta parálisis de supervivencia, en la que paulatinamente se
enfría y se seca nuestro pensamiento, se extravía, se pierde. Y parecería que ya
no estamos para nadie.
Brillan en tal caso quienes, con todos sus riesgos y con todas sus
convicciones, afrontan la situación y tratan de resolverla. No pocas veces para
general escarnio. Pero en esto también conviene distinguir
entre quienes convocan a los demás, sin que ellos mismos se vean radicalmente
afectados, y quienes ponen en juego su propia suerte y destino. Y esto ocurre,
no sólo en los asuntos de más alcance social o político, también en los más
personales y privados. Entregarse preservándose suele presentarse como precavida
sensatez. Sin duda puede ser así y, desde luego, conviene no abandonar toda
prudencia. Es cierto, sin embargo, que la entrega y el compromiso comportan
una donación que desborda los cálculos rentistas que todo lo reducen a
lo que es útil y de interés.
Contemplamos sorprendidos casos de quienes ofrecen su tiempo, tiempo de su
vida irrepetible, sus fuerzas y sus recursos, para colaborar, para afrontar,
para participar en proyectos, tareas, incluso en sueños compartidos. Pero ni
siquiera en tales casos acabamos de aceptar que sean nuestra referencia, por su
entrega, por su valentía, o por su generosidad. Preferimos poner en
cuestión el sentido y el alcance de su acción para, de este modo, en un
solo gesto, justificar que nosotros no nos involucramos. Y esto sucede en
algunos ámbitos, hasta el extremo de que todo compromiso personal es
sospechoso, salvo que se evidencie con claridad que en ello hay una
manifiesta ganancia, en cuyo caso se comprende. Para algunos resulta
imcomprensible un ápice de posible entrega al otro. En el extremo, se trataría
de constatar que las convicciones y la generosidad
enmascaran formas de individualidad interesada y de egoismo. Y
en ello encontraríamos alivio. Para no sentirnos concernidos.
Hay múltiples formas de entrega. Tampoco se trata de tipificar los
comportamientos, tratando de enmarcar lo que ha de hacerse. No pocas veces
resulta sorprendente hasta qué punto en determinados ámbitos hay quienes lo
entregan todo, se dan del todo, mientras muestran apatía en otros. Lo que
sorprende no es la elección de la entrega, lo que nos interesa es la capacidad,
incluso la ilusión, que no pocas veces se encuentra, y con tal alcance que, como
pasión de acción y de donación, creíamos imposible. No se trata
sólo, por tanto, de la indiscriminada entrega. Se trata de poder elegir a qué o
a quién confiarnos.
En tiempos difíciles se reactiva una cierta tibieza y algún temor. No hemos
de sorprendernos. Ni de inculparnos. Es suficiente con que nos hagamos cargo.
Precisamente, en gran parte son tan complejos porque no resulta fácil
encontrar fuerzas y razones, mientras que, sin embargo, la situación
parece requerirlas más que nunca. Por otro lado, tampoco resulta alentador ser
convocado a empresas de gran envergadura, simplemente con avisos y con arengas
que tratan de alentar el ánimo, hechas por quienes parecen estar más
empeñados que convencidos y estar más convencidos que ser convincentes.
Por eso, el compromiso requerido convoca a todo un modo de vivir y no es
suficiente con referencias a su necesidad. Es preciso motivar. Los entusiasmos
sin motivación son tan peligrosos como aquellos que se sostienen en motivos
espurios o son puro equilibrismo de complicidades. Los
compromisos sin convicción, también. Y de una u otra manera, a nuestro modo, lo
vivimos personal y socialmente. Nos requerimos.
De una u otra manera seguimos buscando referencias, horizontes, personas e
instituciones, sujetos y asociaciones, en definitiva, instancias que nos
convoquen por su modo de hacer y de considerar lo que hay. Y no necesariamente a
una pretenciosa aventura, sino en ocasiones a acciones supuestamente
íntimas o ínfimas, y no por ello menores, aquellas que tanto propician
la conversación no tan explícita entre Foucault y
Deleuze para hablar de “provocar
turbulencias”. Pero incluso en tal caso, sólo con una entrega que
no se confunde con las ganas previas, con una toma de posición
que no se limite a asistir expectante al desarrollo de los acontecimientos,
mientras impolutamente ampara su pasividad en su supuesta pureza,
únicamente dándose, ocurre algo. Y otros nos esperan. Y nos
aguardan. Y nos necesitan. Y nosotros a ellos.
Sólo con la entrega, que en cada caso es singular y que adopta la forma que
cada cual le otorga, más o menos personal o colectiva, sólo con esa
respuesta diferente pero común, nunca indiferente, la
complejidad de la situación quizá no llegue a desmadejarse, pero resultaría al
menos más humana. Entonces, la entrega no sería una entrega más, ni una
claudicación, sino una transformadora implicación. También de
uno mismo.
(Imágenes: Enrique Etievan, Le cri;
Casa, pintado conjuntamente con Ana María Bartolomé
y; La alegoría a la naranja)
No hay comentarios:
Publicar un comentario