8 de agosto de 2012

Otra entrega

Ángel Gabilondo

El salto del ángel

Enrique Etievan Le cri
Hay cosas que sólo se tienen cuando se dan. Hay cosas que sólo las vemos cuando nos entregamos. Hay cosas que sólo las merecemos cuando nos comprometemos y luchamos por ellas. No pocas veces, por retener lo que no ofrecemos, lo perdemos. La distancia excesiva y la indiferencia son formas de no ver, de no querer ver, o de arrogancia. Es cierto que no todo merece nuestra implicación, nuestra imbricación, pero lo sorprendente es que no lo merezca nada.
En principio, no son buenos tiempos para los entusiasmos, pero de eso entienden poco las urgencias y las necesidades, que están en todo su esplendor. Suele coincidir entonces que bastante tenemos con sobrellevarlas. Y ello nos repliega aún más, nos hace más vulnerables e indefensos, y nos conduce a una cierta parálisis de supervivencia, en la que paulatinamente se enfría y se seca nuestro pensamiento, se extravía, se pierde. Y parecería que ya no estamos para nadie.
Brillan en tal caso quienes, con todos sus riesgos y con todas sus convicciones, afrontan la situación y tratan de resolverla. No pocas veces para general escarnio. Pero en esto también conviene distinguir entre quienes convocan a los demás, sin que ellos mismos se vean radicalmente afectados, y quienes ponen en juego su propia suerte y destino. Y esto ocurre, no sólo en los asuntos de más alcance social o político, también en los más personales y privados. Entregarse preservándose suele presentarse como precavida sensatez. Sin duda puede ser así y, desde luego, conviene no abandonar toda prudencia. Es cierto, sin embargo, que la entrega y el compromiso comportan una donación que desborda los cálculos rentistas que todo lo reducen a lo que es útil y de interés.
Contemplamos sorprendidos casos de quienes ofrecen su tiempo, tiempo de su vida irrepetible, sus fuerzas y sus recursos, para colaborar, para afrontar, para participar en proyectos, tareas, incluso en sueños compartidos. Pero ni siquiera en tales casos acabamos de aceptar que sean nuestra referencia, por su entrega, por su valentía, o por su generosidad. Preferimos poner en cuestión el sentido y el alcance de su acción para, de este modo, en un solo gesto, justificar que nosotros no nos involucramos. Y esto sucede en algunos ámbitos, hasta el extremo de que todo compromiso personal es sospechoso, salvo que se evidencie con claridad que en ello hay una manifiesta ganancia, en cuyo caso se comprende. Para algunos resulta imcomprensible un ápice de posible entrega al otro. En el extremo, se trataría de constatar que las convicciones y la generosidad enmascaran formas de individualidad interesada y de egoismo. Y en ello encontraríamos alivio. Para no sentirnos concernidos.
Enrique Etievan casa cuadro pintado en conjunto con Ana Maria BartolomeNo pocas veces escuchamos a quienes insisten en que, como ocurre con el afecto, algo sólo viene a ser en cierto modo propio en el gesto de entregarlo, de activarlo, de vivirlo. Preservado, sin darlo, sin ponerlo en riesgo, es un simple estado de ánimo. Otro tanto ocurre con los valores, con las convicciones, con las ideas. Guardados, desaparecen. Creemos tenerlos más firmes cuando ni afectan ni se ven afectados, porque ni siquiera son puestos en juego o en cuestión, ni sometidos a los avatares de las situaciones, ni compartidos en tareas comunes. Son tan nuestros que no permitimos que nadie pueda constatarlos, ni acercarse siquiera por su zona. Nuestro compromiso consistiría entonces en mantenerlos a buen recaudo y ni comprometerlos a ellos ni comprometernos jamás. Pero la opción de conservarlos así es ya un modo de hacerlo. Sólo que en otro sentido.
Hay múltiples formas de entrega. Tampoco se trata de tipificar los comportamientos, tratando de enmarcar lo que ha de hacerse. No pocas veces resulta sorprendente hasta qué punto en determinados ámbitos hay quienes lo entregan todo, se dan del todo, mientras muestran apatía en otros. Lo que sorprende no es la elección de la entrega, lo que nos interesa es la capacidad, incluso la ilusión, que no pocas veces se encuentra, y con tal alcance que, como pasión de acción y de donación, creíamos imposible. No se trata sólo, por tanto, de la indiscriminada entrega. Se trata de poder elegir a qué o a quién confiarnos.
En tiempos difíciles se reactiva una cierta tibieza y algún temor. No hemos de sorprendernos. Ni de inculparnos. Es suficiente con que nos hagamos cargo. Precisamente, en gran parte son tan complejos porque no resulta fácil encontrar fuerzas y razones, mientras que, sin embargo, la situación parece requerirlas más que nunca. Por otro lado, tampoco resulta alentador ser convocado a empresas de gran envergadura, simplemente con avisos y con arengas que tratan de alentar el ánimo, hechas por quienes parecen estar más empeñados que convencidos y estar más convencidos que ser convincentes. Por eso, el compromiso requerido convoca a todo un modo de vivir y no es suficiente con referencias a su necesidad. Es preciso motivar. Los entusiasmos sin motivación son tan peligrosos como aquellos que se sostienen en motivos espurios o son puro equilibrismo de complicidades. Los compromisos sin convicción, también. Y de una u otra manera, a nuestro modo, lo vivimos personal y socialmente. Nos requerimos.
Enrique Etievan Alegoría a la naranjaHay también, sin embargo, un estilo de entrega, que no lo es menos, que consiste en tratar de eludir el modo de responder exigido por lo previsto en lo que se pregunta o en la manera en que se plantea la cuestión y la situación. El otro compromiso sería no la contestación a lo requerido, sino la impugnación del planteamiento mismo. En esto, tampoco resulta difícil distinguir entre quien entrega y se entrega con un horizonte más común, más solidario, y quien hace ostentación del interés general que, curiosamente, coincide con el propio.
De una u otra manera seguimos buscando referencias, horizontes, personas e instituciones, sujetos y asociaciones, en definitiva, instancias que nos convoquen por su modo de hacer y de considerar lo que hay. Y no necesariamente a una pretenciosa aventura, sino en ocasiones a acciones supuestamente íntimas o ínfimas, y no por ello menores, aquellas que tanto propician la conversación no tan explícita entre Foucault y Deleuze para hablar de “provocar turbulencias”. Pero incluso en tal caso, sólo con una entrega que no se confunde con las ganas previas, con una toma de posición que no se limite a asistir expectante al desarrollo de los acontecimientos, mientras impolutamente ampara su pasividad en su supuesta pureza, únicamente dándose, ocurre algo. Y otros nos esperan. Y nos aguardan. Y nos necesitan. Y nosotros a ellos.
Sólo con la entrega, que en cada caso es singular y que adopta la forma que cada cual le otorga, más o menos personal o colectiva, sólo con esa respuesta diferente pero común, nunca indiferente, la complejidad de la situación quizá no llegue a desmadejarse, pero resultaría al menos más humana. Entonces, la entrega no sería una entrega más, ni una claudicación, sino una transformadora implicación. También de uno mismo.
(Imágenes: Enrique Etievan, Le cri; Casa, pintado conjuntamente con Ana María Bartolomé y; La alegoría a la naranja)

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