17 de agosto de 2012

Retornar sin retroceder.

 

        Ángel Gabilondo
        El Salto del Ángel
        www.elpais.com
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Es discutible que descansar sea retornar. Lo que está claro es que retornar no es retroceder. La voluntad de algunos de dar con el buen nacimiento, con el pedigrí de cuna de todas las decisiones, comporta una inadecuada comprensión de lo que significa emprender una tarea. Sentimos alivio pensando que hemos de volver a ese lugar en el que de nuevo fluye el aliento de la vida, donde tal empezamos a respirar, donde quizás en su momento nos consideramos apreciados, valorados, tenidos en cuenta, acogidos, cuidados, queridos. Ese lugar no es del todo identificable pero, a lo mejor, sí. Nos acompaña diariamente, como una añoranza, como un sustento, como un refrigerio para las tareas cotidianas. En cada ocasión, matinalmente, podemos pretender empezar de modo radical y tratar de ignorar que retornar es proseguir y que proseguir no es simplemente limitarse a continuar. Pero ignorar, olvidar o desconsiderar lo vivido para anunciar un nuevo surgimiento, un nuevo orden, es una peligrosa y arrogante lectura del retorno al país natal, donde la vida brota en su efectividad.
Semejante retorno no es la búsqueda de los orígenes, ni el deseo de encontrar alguna vinculación que todo lo explique, algún asidero, cuando no algún sustento. El país natal nunca es sólo un pasado al que volver, un estado que recuperar. En cierto modo, está por venir, si se trata de dar vida, de crear posibilidades de vida. El viaje como itinerario y la vida como travesía poco tienen que ver con ciertos movimientos de marcha atrás, enmascarados de una nueva fundamentación.
Buscamos a diario el país natal, en múltiple ocasiones, en situaciones de incertidumbre. Y no es simplemente el claustro materno, ni un cónclave de correligionarios, es un espacio en el que sentirse en casa, en hogar. Y, por tanto, no una vuelta a empezar. Ello no se reduce a asentar los entornos afectivos en los que vivimos, por muy gratificantes que pudieran llegar a ser. El país natal no es un domicilio.
No es poco desear algo mejor y considerar que conocemos cómo e incluso dónde encontraríamos eso que nos falta. En ocasiones ello nos conduce a rememorar, incluso a añorar lo que alguna vez vivimos o creímos vivir. Y aún más, hasta a pensar que en cuanto sea posible volveremos. Y es la infancia, pero no sólo. Es también el retorno a la capacidad y al temblor de soñar. Pero tal vez, si nos limitamos a un simple volver a un determinado lugar, ni siquiera nos encontremos ya con un hogar. “Sobre la cal de esta pared escribo un verso:/ He regresado y nada me esperaba./ Quizá se vuelve como a la patria o al padre/ con un algo de herida/ y esa ansiedad de no reconocerse en los viejos espejos./ Quizá se vuelve tarde,/ y se vuelve ya sin tiempo./ Desde el suelo/ una muñeca muerta me contempla,/ -una muñeca serenamente muerta-.” Cuando Amalia Iglesias considera que Ítaca no existe, nos previene de un retorno, el que es la simple voluntad de retomar el tiempo para reemprender el abrazo con lo ya vivido, que sólo fallecido y desfallecido nos aguarda.
Pero el retorno al país natal tiene más de retorno del porvenir que del pasado. Potencia que efectivamente tengamos algún futuro. Poco se corresponde con una patria emergente que se hunde en sus viejas raíces. No es resultado de higienistas y quirúrgicos sanadores. Más tiene que ver con la pertenencia a un destino. Hölderlin subraya en Die Heimkunft que si “despacio acude y combate el caos estremecido de gozo” y “joven de forma, pero fuerte, festeja una lucha amorosa”, lo hace “presintiendo crecimiento”. “El inconmensurable taller mueve el brazo día y noche, enviando dones”. El eterno retorno al país natal no es ni la vuelta a lo ya sucedido, ni la imposición de lo que queremos, disfrazado de lo mejor, ni la copia de lo ya vivido antes de las interferencias de lo que no deseamos, que atribuimos a los que han tergiversado la adecuada ruta, el rumbo emergente, el camino a la presunta cima. Querer empezar una y otra vez no es retornar.
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El afán de volver es no pocas veces afán de reiniciar, pero para algunos también de borrar todos los indicios. No con voluntad de reencontrarnos, sino de recuperar mejor lo que prefieren, con la confianza en esos supuestos inicios, sus inicios, que serían prácticamente los de un inocente origen, a todas luces inexistente. Conviene no olvidar que cuanto somos ha sido también originado por nuestro actuar, y el de los demás. El retorno puede limitarse a la voluntad de ser otros, de vivir otra vida, de hacer las cosas de otra manera. El país natal no es el lugar de nuestro nacimiento, sino el de nuestro arribar al confín de posibilidades, lo que tensa nuestra existencia cotidiana como un horizonte y como un destino.
El síndrome de que seríamos otros “de haberlo sabido”, de que seríamos otros “de haberlo podido”, de que “hubiéramos preferido que”, se parece demasiado a la simple querencia de entendernos, quizá de comprendernos, tal vez de aceptarnos, cuando no de perdonarnos o de justificarnos. Es un modo de pensarnos y de soportarnos. Pero ya que estamos en esas, no faltan quienen consideran que podría utilizarse para ajustar cuentas. Semejante viaje no parece dirigirse a Ítaca, ignora el sentido de lo que hay de pasado en lo que sucede y confunde la recreación del relato con el relato de la recreación, o incluso lo identifica con el diagnóstico propio.
No es tiempo de lamentaciones disfrazadas de retorno. Ni de pasos a lo que ya sucedió para reponerlo y repetirlo, al amparo de su supuesta pureza original. El viaje a Ítaca no es una excursión al pasado, ni una nostalgia de lo ya vivido, que es tanto como una añoranza de lo que no fuimos capaces de ser o no deseamos. Y ni siquiera está claro que fuera preferible. En el presente se anticipa futuro, en el modo de su pasado. Pero el arte de prevenir no es sólo el de anticipar, es también el de reconocer la relación entre lo ocurrido y lo que nos espera. De no ser así, siempre viajaremos a lo que en el pasado hay de agotado. Y eso sí que resulta cansino.
La permanente voluntad de confundir la dimensión personal y política con la añoranza de lo que hubiera podido ser conlleva en ocasiones la sensación de culpabilidad por lo no vivido, por lo no sabido, por lo no podido, por lo no querido. Eso sí, decimos, a causa de los demás. Y en cuanto haya ocasión, reorientamos el rumbo, porque Ítaca nos conviene mejor en otro lugar. El viaje es entonces el de la delación, el de la denuncia, el de las culpas, pero menos el de la pasión comprometida por la transformación. Una y otra vez viajamos sin movernos del sitio. Que se mueva el lugar de destino. Y se hace para permanecer en el pasado. Y entonces retornar es retroceder. E Ítaca es ya no una nueva tierra, sino agua pasada.
Volver al pueblo, a la ciudad, al país, a cuando vivimos o pudimos vivir, rebuscar en los sentimientos, en la memoria, puede resultar fecundo. Pero ahora, quizá, eso no se identifique sin más con nuestro hogar. Ya nada es igual. Pero es posible retornar si no nos limitamos a recordar, si reactivamos y reabrimos lo vivido, si lo revivimos sin limitarnos a evocarlo. No es cosa de desandar el camino. Que para Nietzsche nuestro país natal sea el de un perenne vagar confirma que ser nómada o errante es un modo consustancial al buen viajero y que Ítaca no es sólo el destino del viaje, sino el viaje mismo. Y la ciudad no es sólo el resultado, sino también el camino. Lo prometido tiene entonces el sabor de una justicia por venir y la tierra no es sólo el fin del caminar. Lo justo no se puede postergar.
Considerar la vida diaria como un itinerario comporta exactamente no dejarse conducir por la inercia de lo que viene sucediendo y perfilar el hogar siquiera como una polis habitable, libre y justa. Tal vez éste sea el germen de un posible hogar, la asunción de nuestro presente para mejorarlo y transformarlo. Y no es cuestión de devolver el pasado, ni lo pasado, precisamente para volver a él. Retornar hacia adelante es reitinerar sin retroceder. Los mortales no tenemos ansiedad por arribar. En eso consistimos. La vida es ya nuestra meta. A los mortales nos gusta vivir. Y esa tarea es la verdaderamente propia. Entonces, si nuestro pensamiento es elevado y estamos penetrados de una exquisita emoción, no habremos de temer a los listrigones, ni a los cíclopes, ni la cólera del airado Poseidón. Ni a ninguna otra de sus versiones no citadas expresamente por Kavafis.

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