Ángel Gabilondo
Buscamos seguridad. La necesitamos. Vivir sin seguridad es difícil.
Vivir exclusivamente para ella es peligroso. En tiempos de tantas
incertidumbres, recibimos con alivio lo que nos asienta, lo que nos justifica,
lo que nos confirma. Y no faltan quienes nos la prometen, con un éxito relativo.
La seguridad no es sólo la ausencia de incidentes, es sobre todo la de las
efectivas oportunidades. En general, en nuestra vida, a pesar de la atracción
por el riesgo, por la aventura, finalmente no es menor la seducción por lo
seguro. No siempre es así, ni siquiera en todo caso para cada cual, pero hay una
pulsión de seguridad que no necesariamente cabe reducir a
comodidad. Eso que llamamos “yo” es un buen ejemplo. Incluso en situaciones de
enorme riesgo, nos cuidamos minuciosamente de los peligros. Sin embargo, una vez
más, no se trata de entronizarla de cualquier manera, por encima de todo, a
cualquier precio. Y menos aún de invocarla para otros fines.
A pesar de resultar imprescindible, es asimismo indispensable no olvidar que,
como Eduardo Galeano nos recuerda, “cada vez hay más gente
que aplaude el sacrificio de la justicia en los altares de la seguridad”. Y
no hemos de olvidar que la seguridad ha de estar al servicio de la
libertad y no la libertad supeditada a la seguridad. Con frecuencia se
recuerda con Benjamin Franklin que “aquellos que sacrifican
libertad por seguridad no merecen tener ninguna de las dos”. Que sean
complementarias no elude esta consideración.
Sin embargo, no pocas veces nuestra vulnerabilidad nos hace
replegarnos ante las amenazas y peligros, ante la intimidación y el terror. La
seguridad resulta decisiva precisamente para garantizar derechos de los
ciudadanos y para profundizar en el avance de las libertades. La necesitamos
individual y socialmente. Entre otras razones, para satisfacer necesidades
básicas y desarrollar nuestras potencialidades como seres humanos. Pero, en
ocasiones, una lectura inadecuada de la seguridad la ha limitado a tareas de
protección de los derechos, exclusivamente mediante procesos de represión y de
penalización de las conductas y, en su caso, de prevención. No faltan rostros
inquietantes de vigilancia como aparente seguridad aunque sólo son calma de
compromiso. No siempre se corresponden con la necesaria mirada amiga, sino que
se ofrecen como el ojo del panóptico. No se trata de que la seguridad se
sustente en el temor, a fin de procurar simplemente una tranquilidad formal.
Entre otras razones, porque, si es cuestión de eso, no habríamos de olvidar
hasta qué punto la inseguridad obedece a problemas de raíz enormemente
compleja, como el del acceso a los bienes comunes de la educación, de
la sanidad, de la justicia, de la vivienda, del medio ambiente, del urbanismo,
de tantos servicios sociales imprescindibles que conforman un espacio integrado
e integrador. Tan compleja situación no se soslaya con supuestas soluciones de
atajo.
La ley ofrece seguridad, siempre y cuando respete los derechos humanos, los
derechos individuales. Pero, sobre todo, la seguridad se nos procura por los
espacios de valores compartidos, sostenidos en el principio de legalidad del
Estado de derecho y por el necesario control en el ejercicio del poder. La
educación, la cooperación y la integración son valores frente a las amenazas, y
más consistentes que otras acciones supuestamente eficaces. Puestos a hablar de
seguridad, la seguridad ha de ser seguridad social.
La consideración de la seguridad como un bien común, que da acceso a otros bienes comunes, nos hace comprender que la seguridad exige el desarrollo de los bienes suficientes, sin marginación ni exclusión. Y ahí radica el límite de nuestra libertad, en que asegure a los otros miembros de la sociedad el disfrute de esos mismos derechos para no vivir anclados en la necesidad. Ya insiste el mismo Eduardo Galeano: “quien no está preso de la necesidad, está preso del miedo: unos no duermen por la ansiedad de tener las cosas que no tienen y otros no duermen por el pánico de perder las cosas que tienen”. Entre el miedo y la necesidad, la seguridad habría de ser un aliado. Ahora bien, más parece que no pocas veces sobre ese miedo se sustenta una desmedida consideración de la seguridad, que se ofrece como coartada del inmovilismo o de la delimitación o eliminación de los derechos individuales.
Ciertamente, el riesgo es consustancial al pensamiento y a la
vida. El decir y el hacer, el decir que hace y el hacer que dice, ese
que es logos, reconoce que es indispensable el atrevimiento del saber, el
atrevimiento de saber. Pero no pocas veces nos refugiamos en cierta ignorancia.
O nos aíslan en ella. El conocimiento y los valores, cuando son
verdadera sabiduría, son nuestra máxima seguridad. No la que nos evita
imprevistos, sino la que nos prepara para afrontarlos. La ignorancia y el temor
suelen llegar a coexistir. A pesar de esa fatua indicación de que es preferible
no saber, el desconocimiento conlleva indefensión.
Incluso en ocasiones vivimos la libertad pensada de tal modo que nos asegure.
Nos la representamos de manera que así, al asegurarla, nos aseguramos. Buscamos
certezas, que es tanto como precisar la seguridad de nosotros mismos. Pero no es
cuestión de hacernos representaciones, sin más, sino de vincular el pensar a la
construcción y a la elaboración de conceptos, de concretarlos, de alumbrarlos,
de concebirlos. Y eso es una tarea, individual y social, personal y colectiva.
Por ello, la dignidad se sustenta en la libertad de
pensamiento, y éste es nuestro riesgo elegido, el de buscar, el de
encontrarnos con el propio decir y el de los otros, el de vivir. Y en eso ha de
radicar la adecuada seguridad, en la libertad de decir y de decirse, en la
pluralidad de formas de vida, en la libertad de información, de expresión, de
asociación. Se abren así otras intemperies, en las que habremos
de vernos en espacios de desprotección y de indefensión, pero que forman parte
del hecho mismo de vivir. Cercenarlos en nombre de la seguridad incide
radicalmente en nuestra existencia. “Seguramente” significa, a la par,
“probablemente”. Esta inseguridad constitutiva nos ayuda a comprender que
siempre nos acompaña alguna incertidumbre. Y que puestos a elegir, no hemos de
olvidar lo que otro creador, Eduardo Chillida, supo
recordarnos: “un hombre tiene que tener siempre el nivel de dignidad por
encima del nivel de miedo”.
(Imágenes: Gabriel Eduardo García Aguilar,
Libertad; y Plenitud)
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