Nos falta discurso, nos faltan discursos. Podrá decirse que hay demasiados, pero más bien no son suficientes, al menos no los necesarios, aunque parezcan sobrar. O no lo son aunque lo aparenten, ni siempre son pertinentes. También hay un desaliento por su ausencia. Y ello produce no poco desamparo. Un discurso no ha de ser precisamente eufórico, ni conminatorio, no requiere ser un sermón, ni una exhortación. Ni es cuestión de que se limite a recriminar, ni a aconsejar, ni a prevenir una y otra vez. Lo menos que cabe pedir a un discurso es que nos permita discurrir con él. Ello exige que no se ofrezca con la aparente consistencia que suponen la rigidez y la quietud de lo que se dice sin mover. Para empezar, un discurso ha de tener coherencia y articulación. No ser una simple sucesión de frases, por muy brillantes que puedan parecernos. Ha de ir desarrollándose y desplegándose con la fuerza de las pruebas, de los argumentos y de las buenas razones, no exentas ni de convicción ni de pasión. Sin discursos no hay ni dónde mirar. Más exactamente, sin discursos que sean de verdad se ve peor. Y ensimismados dejamos perder la vista o logramos que se quede en blanco.
Ello ha provocado no poco desamparo. Y el enquistamiento de la palabra y su silenciamiento mediante un procedimiento que consiste en dar por natural evitar todo discurso que no se limite a la mera descripción de lo ya supuestamente existente. Aunque, de proceder de este modo, resultaría, en el mejor de los casos, plano, ralo, insípido, y siempre insuficiente. Escuchar a alguien hablar así convocaría al asentimiento para con lo presuntamente razonable, de sentido común. Pero esta “genialidad”, como Hegel la denomina, no haría sino desconsiderar lo real y reducirlo a lo que parece que ya sucede.
El discurso exige composición, esto es, trama, intriga, ficción, acción, una auténtica poiesis, una tarea que articule y vertebre, que se sostenga en la fuerza y en la verdad de los argumentos. Saber elaborar discursos no es tarea simple y no es un quehacer meramente individual, ni aunque los haga uno mismo. Ha de trabajarse, ha de buscarse. Y ello no le resta ni frescura, ni autenticidad. Y ha de efectuarse y ha de decirse bien. No es suficiente con la compostura o con la impostura de dejar caer lo que podría resultar en ciertos ámbitos sensato, o pasar por ello. Necesitamos como nunca, que es tanto como decir como siempre, discursos verdaderos, con capacidad de conmover y de convencer, esto es, de motivar y de movilizar. No es preciso que produzcan convulsión alguna, pero es imprescindible que afronten lo que hay, y que sean una llamada a algo más deseable y mejor. Hace falta que convoquen a la inteligencia y al corazón a esa transformación, que activen.
También cabe aprender a elaborar discursos. Pero es más una enseñanza incorporada a la elocución, o una necesaria asimilación de los argumentos que, sin embargo, sólo es eficiente si se hace palabra y cuerpo propios. El discurso no es un objeto, sino una cierta correspondencia. No basta con resultar interesante, o ingenioso, ni con el juego estratégico de la acción y la reacción, ni con el aire incisivo de la pregunta y de la respuesta, ni con la supuesta autoridad de la dominación y sus efectos de retracción. A decir de Foucault, no se agota en ser un conjunto regular de hechos lingüísticos. El buen discurso no ha de limitarse a tomar la palabra, ha de dejar hablar, que es también una forma de escuchar. Y de eso se trata.
Nos falta palabra, nos faltan palabras, porque no pocas veces se supeditan a la voluntad de dejarse ver, de hacerse oír, de imponer voluntades y poderes, de dar la espalda a las necesidades de los demás, desde la prepotencia de quien no acaba de considerar seriamente ni la capacidad ni el decir ajenos, de quien es desconsiderado para compartir la palabra. Entonces, con carácter supuestamente amable, se presentan caminos, pero de modo impositivo. No con la consistencia de los argumentos y de las convicciones, sino con la determinación de reclamar la adhesión.
Sin embargo, también los discursos tienen sus artes propias para resistirse a ser absolutamente instrumentalizados. Y a su modo se asocian con los oyentes para dejar en evidencia al entusiasta orador. Porque los discursos se escuchan y se leen. Y los argumentos sólo son tales si lo tienen en cuenta. Por ello, si son consistentes, reclaman una hospitalidad receptiva para decirse de verdad, prácticamente una amistad. De ahí que los discursos tengan una exterioridad, no se cierran sobre sí mismos y no se reducen a lo que pretende quien habla. En efecto, no en escasas ocasiones son delatores, incluso esperpénticos. En especial los de quienes se dirigen a lo más suyo de los suyos. Pero aún así, precisamente por ello, resultan elocuentes.
No es suficiente con un decir en el que uno se hace oír. Ni siquiera basta con una recolección de técnicas. La sencilla caracterización que hace Ricoeur del discurso, según la cual “alguien dice algo a alguien sobre algo”, es suficiente para reconocer que en ocasiones hay discursos que, aunque supuestamente digan mucho, no nos dicen nada. No parecen tener que ver con nosotros. No cuentan con aquel a quien se dirigen. El verdadero ser del discurso es el ser para otros. Mientras esto no ocurra, el discurso no se habrá liberado de posiciones dogmáticas, ni respirará en direcciones abiertas, ni será un acontecimiento que propicie la comprensión. Reclamar la confianza sin ofrecerla no parece lo más adecuado. Y para ello no es suficiente con ratificar lo que uno ya es, y lo que uno ya defiende, buscando la rendición y el aplauso en lugar de la reconfiguración. Un buen discurso no nos conmina a asentir, sino a decir, a decirnos. Así nos libera de nuestro desconcierto enredado en frases sueltas con aire sentencioso.
Las llamadas crisis o situaciones de enorme complejidad suelen ir acompañadas de la pérdida de coherencia, de consistencia y de resistencia de los discursos, aquellas que nos ofrecen las convicciones cuando son argumentos, esto es, no la simple expresión de lo que ya pensamos, sino la convocatoria a decir conjuntamente. Un discurso ha de ser un acto de comunicación en el que participar y compartir, no solo una afirmación que concita la adhesión inquebrantable. Frente a los discursos inquisitivos, dominantes, exaltados y vacíos, precisamos palabras que afronten la situación convocando y sosieguen activando.
(Imágenes: Pinturas de Mery Sales)
Ángel Gabilondo


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