6 de julio de 2013

De uno mismo.

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Entre los múltiples debates a los que nos hallamos abocados, no ha de desconsiderarse el que libramos con nosotros mismos. En ocasiones algo soterrado, pero de una u otra forma permanentemente presente. Sin duda, acuciados por desafíos de importancia, podríamos suponer que no estamos para tamaños cometidos, pero a veces ya no hay modo de eludir el vérnoslas en la necesidad de encontrarnos con quienes somos. Puede obedecer a un cambio de actividad, a la perspectiva de un supuesto tiempo más dilatado, a esas temporadas en las que uno se propone objetivos o al menos cabría verse liberado de algunas tareas. Y antes de exhibir el catálogo de cuestiones posibles o pendientes, podría producirse algo parecido a un cierto vaciamiento, la apertura de otro espacio, en el que plantearse algunas cuestiones. Y muy específicamente relativas a uno mismo.
No siempre estamos del todo seguros de que la desatención haya podido obedecer al exceso de ocupaciones. A veces podrían faltar las fuerzas o el imprescindible valor para enfrentarnos con lo que nos constituye singularmente y no necesariamente es extraordinario. Sin embargo, hay momentos en que incluso precisamos comprobarlo para abrirnos a nuevos desafíos, algo así como esperar más de nuestras propias posibilidades. Y en ello laten formas de aprecio de uno mismo decisivas, verdaderos indicios de que aún estamos vivos. Hay que apreciarse mucho para ser capaz de mostrar insatisfacción con lo que ya somos.
Tarde o temprano, la desconsideración para con uno mismo suele producir estragos en la relación con los demás. Lo que denominamos insoportable en no pocas ocasiones lo es, pero desde luego se nutre de la experiencia de la propia insatisfacción, lo cual no significa que ésta sea su causa. Sencillamente, lo hace crecer. Que con buenas razones no nos guste lo que ocurre no excluye que quepa estar descontentos de hasta qué punto somos capaces de vivirlo con intensidad y decisión. El trato con uno mismo es ya transformación que no se agota ni se reduce a un asunto personal.

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No deja de ser atractivo que, en cualquier caso, cuando damos con nosotros mismos no todo parece ya definido y acabado. Hilos y retales se entreveran en una urdimbre que más parece perfilada o insinuada que clausurada. Más nos vemos en una ocupación que requiere cuidado que en la constatación de lo que ya está cerrado. Entre otras razones, porque quien encuentra y quien es encontrado son el mismo, aunque paradójicamente no siempre coinciden por completo. Podría decirse entonces que es más bien una cierta inspección de sí. Y lo más curioso es que a veces ni nos reconocemos. Hace tanto que no reparamos en ello que podríamos sorprendernos. No es que nos demos de bruces con quienes somos, es que tanto lo buscado como quien lo busca parecían perdidos.
Se requiere entonces algún detenimiento, un habitar, alguna pausa, un demorarse en la vorágine inquietante de lo que nos resulta tan decisivo como para ocupar toda nuestra existencia en la urgencia del miedo y de la prisa, en el fulgor de la precipitación. Que sea comprensible no significa que sea sensato. Y que sea sensato no supone que sea imprescindible. Alguien podría pensar que uno de los objetivos de tamaña agitación sería efectivamente eludir el encuentro con nosotros mismos, con la verdad de nuestros deseos, con nuestras necesidades, con nuestros sueños.
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No se está preconizando con ello una gran ceremonia de introspección, o una exploración de las interioridades, o una inmersión en las profundidades, sino precisamente acceder con sencillez a la más desnuda intemperie, en el caso de que aún queden huellas de ella. Esa complicada labor exige algunos desprendimientos, entre otros del ruido desaforado de algunas contiendas no tan decisivas como para poblarlo todo de desencuentros. Las hay, y de enorme importancia, aunque curiosamente suelen quedar ocultas por el procedimiento de hacer de todo reyerta constante. Del mismo modo que nos silenciamos con tantas aclamaciones, acallamos lo significativo considerando que todo es decisivo.
El encuentro con uno mismo exige, por tanto, despejar una suerte de agenda del alma, un catálogo de ocupaciones del espíritu, siempre repleta de obligaciones, cuyo objetivo parece ser, entre otros, enturbiar esa intemperie en la que nos encontramos. Hacemos tanto para no realizar lo decisivo. Por ello, algunas tareas de una cotidianidad sin alharacas, algún reposo de una serenidad inequívoca producen un trastorno fecundo del tiempo y del espacio tales que uno puede acabar por dar consigo.
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Hay en ello un cierto aire insurrecto. El de no limitarnos a quienes ya somos. Para eso se requiere capacidad de sorpresa a fin de saberse desbordado por lo que cabe sentir y pensar. No siempre tenemos el coraje de hacerlo. Todo parece dado por supuesto en lo que a nosotros se refiere. Y no sólo por los demás. Si insistimos con Foucault en las prácticas de formación, cuidado y cultivo de sí es precisamente por esta capacidad de venir a ser sujetos capaces, susceptibles de ética y de libertad.
Se confirma así que hay algo inquietante en cada quien, que no siempre dominamos y que hace que de una u otra manera consistamos en un trabajo de constitución, de acuerdo en nosotros mismos, para articular nuestras propias diferencias. O siquiera para reconciliarlas de modo soportable. Y no es que hayamos de dedicarnos a una tarea sobreañadida, es que cada acción define paulatinamente quienes somos.
De ahí que resulte tan determinante toda una ocupación encaminada a abrir nuevas posibilidades y a liberar sentidos inauditos para uno mismo. Podría denominarse meditación, o contemplación, o quizá simplemente ser modos y formas de habilitarse a sí mismo, como lo decisivo del propio vivir. Ninguna pasividad. No deja de ser desconcertante nuestra capacidad de desatendernos, al amparo no de la generosidad sino del descuido. De ahí que interrumpir no haya de ser necesariamente un modo de paralizarse, sino de incidir, analítica, reflexivamente, e incluso silenciosamente, en la experiencia de tantos quehaceres desconcertantes cuya finalidad a veces no pasa de ser una manera, quizá comprensible, y desde luego no muy audaz, de olvidar o de huir. O de tratar de encontrarse.
(Durante los meses de julio y agosto El salto del ángel permanecerá en silencio)
DANIEL-COVES_52 (Imágenes: Pinturas de Daniel Cobes)

Ángel Gabilondo

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