La cuestión no es que las actividades son demasiado corrientes o habituales, excesivamente sencillas o cotidianas. No es ese el asunto. Lo determinante es que ni siquiera ofrecen el aliciente del puro vivir. Es como si se impusiera lo que dejamos de hacer. Y lo curioso es que también entonces estamos ocupadísimos. Tanto como para entender que esa es precisamente la distracción que nos procuramos. O se nos procura. En tal caso, más bien habríamos de detenernos cuidadosamente, en lugar de precipitarnos a una actividad desenfrenada. Y saborear cada detalle y cada instante, y tratar si fuera posible de encontrar amparo lejos de la resignación o de la rendición. Y, si cabe, gozar del humano placer de respirar y de desear. Ese privilegio no siempre está al alcance. Y de no lograrlo, los días en blanco son días negros.
Aprender a demorarse no es echar a perder el tiempo, sino habitarlo de una determinada manera. La prisa por vivir más bien suele encontrarse con alguna forma de acabamiento, incluso el que anticipa el más decisivo. Y el simple recurso de dejar de hacer no es por sí solo lo más descansado. El agotamiento por una cierta parálisis, cuando ésta obedece al desconcierto de no tener claro qué es lo mejor que haya de realizarse, también merece consideración. A veces, es la fatiga de la espera de lo que no acaba de llegar o tarda en cumplirse o de cumplimentarse. Y surge un modo de contar que acaba constatando numéricamente que ha pasado un día más, o que resta un día menos. Contabilizar lo que no hacemos es tan pesado, y más difícil, que esa sensación de incomodidad producida por lo que espera nuestra intervención, la que sabemos que hemos de realizar. Pero pasan las horas y los días y no lo afrontamos. Y así se engrosa el catálogo de tareas que, incluso no efectuadas, nos producen el supuesto alivio de que estamos ocupados, de que tenemos mucho que hacer. Casi resultaría más cómodo hacerlas, pero tal vez en tal caso desvelaríamos que no eran para tanto. O quizá también irrumpieran otras contundencias menos llevaderas.
No hemos de olvidar la posibilidad de que algo quede en blanco, que es tanto
como reconocer que concretamente lo que ha sucedido es que no ha
pasado, o que lo que ha pasado es que no hay constancia expresa de que
haya ocurrido. Se ha difuminado. Pero conlleva sus huellas y su memoria. Y
porque son vestigios, precisamente por ello, cabe un relato, el que incorpora
una laguna, una ausencia, una carencia, que remite a lo que quizá podría haber
ocurrido, a lo que tal vez hubiéramos necesitado, a lo que a lo mejor hubiéramos
deseado que sucediera. O no. O lo desconocemos. O lo ignoramos. Y lo
notamos.
Las horas son ligeras o son pesadas y podría ser que en ambos casos no hubiera acontecido o dejado de acontecer nada especial. De ahí que la serena integridad, si cabe aún procurársela o hacerla valer, ofrece una plenitud al día en blanco no inferior a las jornadas supuestamente llenas de estimulantes actividades. También la de rememorar y la de recrear.
Un día no es un depósito de horas que han de completarse como si en eso consistiera vivir, en completar el recipiente de nuestra duración, como una sucesión de estaciones de servicio en las que cumplir o cumplimentarse. El día no nos aguarda vacío esperando ser rellenado con nuestras operaciones. No hay día al margen de lo que sucede con él, y sólo con él sucede. Ni es previo, ni se ofrece a nuestra imaginación o a nuestra acción. Se despliega sin anteceder y aparece a la par que ocurre, como la propia vida que no sucede si no hay algo que acontezca. Ni siquiera un día en blanco queda como una forma sin contenido. Otra cosa es que ese contenido no coincida con las posibilidades que esa forma otorga y entonces no estemos contentos, que es en lo que consistiría esa coincidencia.
Efectivamente, no queda en blanco el día sino que somos nosotros quienes sentimos no haber inscrito nada digno, no ya para la historia, sino para nuestro propio discurrir en la vida. Somos nosotros quienes nos quedamos en blanco ante lo que el día siempre es. No se dilucida la cuestión por los movimientos o por las acciones emprendidas, sino por el sentido que somos capaces de otorgarles, hasta lograr que lo mínimo pueda resultar minucioso, cuidado, vivo.

Quizás ello exija otro modo de considerar la tensión y la intensidad. No la desaforada fuerza para imponerse a la rutina de las cosas mediante una permanente y atareada invención de labores. No faltan quienes efectivamente se ven desbordados por las necesarias y urgencias que atender. Pero tanto en un caso como en otro, y por bien distintas razones, el blanco se desplaza. Baste recordar que una lectura próxima a lo que Baso Matsu nos propone de “dormir cuando se tiene sueño, comer cuando se tiene hambre”, privilegio a pocos reservado, permite una forma de considerarlo ahora bien pertinente. Porque el asunto es que nos quedamos en blanco precisamente porque todo ha venido a ser tarea o distracción. Ya no comemos cuando comemos, ya no dormimos cuando dormimos. Es decir, siempre parecemos estar para otra cosa, la que no hacemos. El arte entregado en los buenos manuales del disparo con arco japonés nos señala un modo de proceder. Se disparó la flecha pero no siempre vuela en línea recta hacia el blanco y éste no siempre está donde debería hallarse.
(Imágenes: Ilustraciones de Yoko Tanaka; y Kyūjutsu,
tradicional arte japonés de tiro con arco)
Las horas son ligeras o son pesadas y podría ser que en ambos casos no hubiera acontecido o dejado de acontecer nada especial. De ahí que la serena integridad, si cabe aún procurársela o hacerla valer, ofrece una plenitud al día en blanco no inferior a las jornadas supuestamente llenas de estimulantes actividades. También la de rememorar y la de recrear.
Un día no es un depósito de horas que han de completarse como si en eso consistiera vivir, en completar el recipiente de nuestra duración, como una sucesión de estaciones de servicio en las que cumplir o cumplimentarse. El día no nos aguarda vacío esperando ser rellenado con nuestras operaciones. No hay día al margen de lo que sucede con él, y sólo con él sucede. Ni es previo, ni se ofrece a nuestra imaginación o a nuestra acción. Se despliega sin anteceder y aparece a la par que ocurre, como la propia vida que no sucede si no hay algo que acontezca. Ni siquiera un día en blanco queda como una forma sin contenido. Otra cosa es que ese contenido no coincida con las posibilidades que esa forma otorga y entonces no estemos contentos, que es en lo que consistiría esa coincidencia.
Efectivamente, no queda en blanco el día sino que somos nosotros quienes sentimos no haber inscrito nada digno, no ya para la historia, sino para nuestro propio discurrir en la vida. Somos nosotros quienes nos quedamos en blanco ante lo que el día siempre es. No se dilucida la cuestión por los movimientos o por las acciones emprendidas, sino por el sentido que somos capaces de otorgarles, hasta lograr que lo mínimo pueda resultar minucioso, cuidado, vivo.
Quizás ello exija otro modo de considerar la tensión y la intensidad. No la desaforada fuerza para imponerse a la rutina de las cosas mediante una permanente y atareada invención de labores. No faltan quienes efectivamente se ven desbordados por las necesarias y urgencias que atender. Pero tanto en un caso como en otro, y por bien distintas razones, el blanco se desplaza. Baste recordar que una lectura próxima a lo que Baso Matsu nos propone de “dormir cuando se tiene sueño, comer cuando se tiene hambre”, privilegio a pocos reservado, permite una forma de considerarlo ahora bien pertinente. Porque el asunto es que nos quedamos en blanco precisamente porque todo ha venido a ser tarea o distracción. Ya no comemos cuando comemos, ya no dormimos cuando dormimos. Es decir, siempre parecemos estar para otra cosa, la que no hacemos. El arte entregado en los buenos manuales del disparo con arco japonés nos señala un modo de proceder. Se disparó la flecha pero no siempre vuela en línea recta hacia el blanco y éste no siempre está donde debería hallarse.
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