Buscamos las orillas. Nos vemos impulsados a ellas, tratando tanto de desbordar lo que vivimos como de delimitarlo. Nos paseamos por esa faja aún de tierra restableciendo contornos, protegiéndonos, con el recuerdo y con el olvido, pero a la par constatando que nos vemos superados. Necesitamos la compañía de un cierto confín. Al encontrarnos en ellas es como si hubiéramos llegado a algo, como si fuera preciso algún merodeo y cierto detenimiento. El viaje ha sido quizá largo pero ya estamos en ellas. De la tierra al agua y del agua a la tierra, para constatar el perfil anfibio de la orilla. Deambulamos por esa extremidad como por los contornos de un precipicio que nos separa de un peligro. Incluso en la dulzura de la arena tiene el sabor y el riesgo de un acantilado. La orilla se ofrece como borde, como costa, como frontera. Y no pocas veces caminamos con un cierto ritmo de peregrinación, pero con pasos de funambulismo.
De una u otra manera, es un lugar en el que no es fácil sustraerse a lo que es la propia vida. Con unas mínimas condiciones, incluso entre otros convocados, hay algo en las orillas que invita singularmente a la reflexión, a la meditación. Es tan potente la conjunción de los sentidos y la intemperie en la que nos encontramos tan consistente, que sólo cabe despojarse de los enmascaramientos cotidianos y disponerse a abordar aquello que requiere alguna decisión. En realidad, la orilla es una herida, un corte, un rastro de marea, un paso que va y viene incesantemente, estableciendo y marcando una relación. Una vez en ella no cabe la indiferencia.
Hay más orillas que las que se definen inmediatamente. Siempre estamos conminados por situaciones que nos exigen alguna extremidad y nos constriñen a un filo, a un borde, a un margen. Y es indispensable ser bien conscientes, no sólo de nuestros propios límites, sino de los limitado de esas mismas situaciones. La propia razón ha de constituirlos. A decir de Kant, de no ser así, seremos víctimas de los establecidos por otros. Y eso nos ocurre singularmente a cada cual. Más vale en tal caso prevenirse, haciéndonos cargo de que ni lo podemos todo, ni todo es posible. Y ello no significa ninguna claudicación, sino el reconocimiento de los confines, que no nos restan posibilidades, sino que nos las hacen viables. En las orillas conviven la imaginación y el realismo. Incluso lo denominado imposible precisa de ellas para poder serlo.
Desbordar las orillas es asumir que también ellas son
desbordadas. Aventurarse, lanzarse, embarcarse en peripecias para encontrar,
para encontrarse, para sobrevivir, como en Las cartas de las Heroínas
de Ovidio, al reescribir la historia de amor de
Hero y Leandro, de Museo, es
constatar que esos peligros se hacen necesarios, y han de ser enfrentados. No
basta pasear vigilantes, velándonos unos a otros con desdén, con un cierto reojo
de desconfianza, la que compartimos por nuestra mutua pertenencia a la falta de
atrevimiento. Más bien somos entonces vigías que hacen de sus propios cuerpos
murallas de contención, que controlan las orillas ante la llegada del
desconocido, del otro, del extraño, de quien nos
requiere, de quien nos busca desesperadamente, de quien precisa la hospitalidad
de un lugar de arribada, de un espacio de encuentro. Nos refugiamos en nuestros
propios límites, desdibujamos las orillas, nuestros perfiles son un fin, nuestro
propio fin.

Aprender a vivir las orillas, no supone necesariamente conformarse con aspectos laterales. Comporta la necesidad de toda una formación, la de no reducirse al limitado horizonte de nuestra vigente situación. En ese sentido, ha de ser una liberación de las condiciones actuales, para que vengan a ser efectivas nuevas posibilidades. Arrancarse a lo que parece ser un contorno que nos clausura en un pobre ámbito de realización, sin más alcance que el de lo ya vivido y reiterado una y otra vez, hace que la búsqueda de otras orillas se asiente en el desarrollo presente de todas las condiciones y potencialidades. No siempre la mar se mira de frente. No siempre encontramos las aguas vivas, ni se afronta su desafío. Ya nos previno Heráclito: “Para las almas es muerte llegar a ser agua, para el agua es muerte llegar a ser tierra.” Las orillas son la armonía que es estímulo y aliciente.
Cada orilla tiene su horizonte, pero también cada
horizonte tiene sus orillas. Viven mutuamente su condición de
límites abiertos. Y siempre nos convocan a asumirlos y a
traspasarlos. Pero sin ellos, sin su mutua implicación, nuestra dispersión viene
a ser un completo desamparo. No tener límites es tan insensato como carecer de
horizontes. Pero no comprender que ambos exigen el gesto de buscar atravesarlos
es hacer de la orilla un final, y del horizonte un paisaje.
(Imágenes: José Manuel Verde Martínez, Paseando por la playa; Mikel Barceló, Sufe Kulu; y Tetsuya Ishida)
Aprender a vivir las orillas, no supone necesariamente conformarse con aspectos laterales. Comporta la necesidad de toda una formación, la de no reducirse al limitado horizonte de nuestra vigente situación. En ese sentido, ha de ser una liberación de las condiciones actuales, para que vengan a ser efectivas nuevas posibilidades. Arrancarse a lo que parece ser un contorno que nos clausura en un pobre ámbito de realización, sin más alcance que el de lo ya vivido y reiterado una y otra vez, hace que la búsqueda de otras orillas se asiente en el desarrollo presente de todas las condiciones y potencialidades. No siempre la mar se mira de frente. No siempre encontramos las aguas vivas, ni se afronta su desafío. Ya nos previno Heráclito: “Para las almas es muerte llegar a ser agua, para el agua es muerte llegar a ser tierra.” Las orillas son la armonía que es estímulo y aliciente.
(Imágenes: José Manuel Verde Martínez, Paseando por la playa; Mikel Barceló, Sufe Kulu; y Tetsuya Ishida)
No hay comentarios:
Publicar un comentario